Obama es un negro con corbata que puede convertirse en el primer presidente negro y con corbata de los Estados Unidos. La pregunta es, ya que lo de negro no tiene remedio (no vale Michael Jackson), qué habría pasado en las primarias si Obama hubiera pedido el voto el voto como un negrata sin corbata. La respuesta es que no hay respuesta porque nunca lo sabremos.

Me suelo irritar en la intimidad con los alcaldes socialistas (y comunistas) que llegan a los ayuntamientos con los votos de la gente sin corbata, con los votos de los barrios sin corbata y en cuanto se aferran al bastón de mando se ponen el chaqué para presidir procesiones o acuden a los palacetes de la gente de bien, como si hasta entonces no sintieran que son alcaldes y por fin tocan el poder y los grandes apellidos de su ciudad con los dedos de la mano. Conocí a un serio y rocoso político andaluz de izquierdas que perdía los papeles por salir en los periódicos de derechas. Por lo general, los políticos de izquierdas se pirran por salir en los periódicos de derechas. Están convencidos (con la inestimable colaboración intelectual de sus jefes de gabinete) de que sólo así se ganan el reconocimiento del poder de toda la vida. El poder que va a los palcos de las óperas y a las plazas de toros. El poder de los consejos de administración, de los pies de fotos de las fiestas de puesta de largo de las hijas de las duquesas, el poder de las corbatas.

En su día del año setenta y nueve del siglo pasado, cuando los primeros rojos pisaron las alfombras de los salones de plenos, algunos iluminados que estaban en la izquierda por molestar a sus papás, llegaron a la conclusión de que la corbata era un signo de respeto institucional. Y, como los nuevos ricos cuando se mudan a los barrios altos, se coló como de buen gusto no alterar el lenguaje estético establecido. Ya no es que se pusieron corbata. Se pusieron tan finos que les molestaba el recio sudor de los camaradas y las barras de vino peleón y tapas de grasienta morcilla de los baretos donde hicieron su campaña. Ya no digamos las viejas amistades, los colegas de la facul, aquella novia gorda del Partido de los Trabajadores.

Para que los de la corbata no pensaran que los rojos eran gente asilvestrada y sin urbanidad, acabaron por ponerse las corbatas en la piel. Dos socialistas que fueron nombrados presidentes de cajas de ahorros se pasaron al partido de las corbatas, explicándonos, como no podía ser de otra manera, que el poder es básicamente de derechas. Un consejero de la primera Junta tuvo menos suerte: cuando, después de casi cuatro años de duro aprendizaje, supo pelar las gambas y los langostinos con los cubiertos, fue cesado.

La liturgia de los congresos socialistas se oficia sin corbata. Es el momento de la vuelta a los principios y en los principios no hubo corbatas, entre otras cosas porque Bono no había nacido y si hubiera nacido le habrían considerado un topo de las derechas. Pero la tarea de gobernar, por ninguna razón que tenga que ver con la elegancia y sí con una gratuita concesión al patrón del poder tradicional, se ejerce por la corbata. Como si el paraíso de la socialdemocracia del nuevo siglo, mientras se acongoja con meterle mano al laicismo real, al aborto real y al poder real, consistiera en que todos, por fin, nos parezcamos a ellos y gastemos ufanos la corbata. Como Obama.