De no haber existido el griego tal vez nunca hubiera nacido la filosofía. Una lengua apta para la aritmética de la razón y el silogismo que incita a la profundidad serena del pensamiento. Quien piensa en alemán, sin embargo, con tan robustas consonantes de por medio, lejos del equilibrio, desemboca en teorías fogosas como la de ´Tempestad y empuje´ o el exacerbado vitalismo de Nietzsche que acababa en la agresiva conclusión de no dejar títere con cabeza. Quizá si a Hitler no le trotara en la cabeza esa fonética tan detonante no le hubiera llegado a las mientes concebir la tamaña barbarie del Holocausto. La lengua nos condiciona para bien y para peor como ya observaron Cassirer y Wittgenstein. Se haría difícil comprender los entresijos de la depravación que arrastró el Imperio Romano si Tácito no la hubiera contado en latín con tanta elipsis y derroche de estilo indirecto libre desbocando la ligereza de infinitivos y acusativos hasta cortar la respiración del lector. Fue necesario que la lengua del imperio suavizase el tono hasta el italiano para que Petrarca escribiese su célebre Canzoniere. Sólo en italiano del Trecento suena bien, "pace non trovo e non ho da far guerra". Cada lengua tiene su forma de cantar y de contar y su manera de mirar el mundo. Por eso deberíamos tener unas cuantas para aplicarlas con eficacia a cada situación; soñar en francés, enfadarse en alemán, pensar en griego y estresarse en inglés. Los países de individuos políglotas son más dichosos porque tienen la posibilidad de descansar de la monotonía de un pensamiento rutinario y monocorde. Cambiar de idioma es también cambiar de aires sin tener que cambiar de domicilio ni cabeza. Y, ciertamente, creo que hasta que no abandonemos esta férrea adhesión al monolingüismo, nunca llegaremos a ser lo europeos y universales que pretendemos. Más aún, cuando seguimos considerando hostiles por extranjeras al resto de las lenguas españolas. Pues no en otro tiempo ni en otro lugar tuvieron su origen el gallego, el catalán y el vasco y, en momentos más felices, convivieron rozándose de mutuas influencias en amigable compañía. Alfonso X, que para eso era un hombre sabio, escribía sus leyes en castellano, pero, cuando le daba por ponerse lírico, tiraba del galaico-portugués y se montaba unas cántigas. Y así todos los hombres cultos de las cortes medievales conocían y usaban las diversas lenguas peninsulares indistintamente y con el mayor desparpajo. Como también el francés, el italiano, el árabe y el latín si se terciaba. Luego llegó el imperio a poner restricciones de uso y centralizar cuerpo, mentes y lenguas. Si se hubiera resuelto de otro modo la historia, nuestro idioma oficial sería ahora el gallego, el eusquera o el catalán, pero las alianzas dinásticas y el acierto en las contiendas bélicas arrojó la moneda de ese lado. Vale, que el castellano se ha hecho grande y ha dado lugar a obras magnas de la literatura universal. Razón que, sin embargo, no me parece que justifique la larga persecución contra esas otras lenguas romances igualmente válidas en valores estéticos y comunicativos. Si apasionaba la prosa caballeresca del Amadís de Gaula, también lo hacía el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, si conmovían los versos de Juan de Mena del mismo modo lo hacían los de Ausias March, "jo son aquell qu´in lo temps de tempesta quan les més gents festegen prop los focs, vaig sobre neu, descalç, ab nua testa servint senyor qui jamés fon vassall" ("yo soy aquel que en tiempo de tempestad cuando la mayoría de la gente se solaza junto al fuego, voy sobre la nieve, descalzo, con la cabeza desnuda, sirviendo a un señor que nunca fue vasallo..") ni se puede entender la morriña cadenciosa de Rosalía de Castro a no ser escrita en gallego. Lo mismo se puede decir de Curros Enríquez o de Antonio Noriega.

Hubo un tiempo de una sola cadena y de un solo idioma. Un tiempo en el que a Serrat le prohibieron cantar en catalán, pero en este presente nuestro de pretendida diversidad, ya es hora de reconocer que sus ´Paraules d´amor´ se quedaban cojas al pasarlas al castellano y que ´L´estaca´ de Luís Llach no tenía traducción posible como tampoco cualquier poema de Gabriel Aresti. Mutilar el uso de una lengua es mutilar un modo de sentir, de contemplar el mundo. Tal vez el camino de la unidad no sea sino acercarse a la grandeza de esta pluralidad enriquecedora. Ahora que en las Escuelas de Idiomas estudiamos chino y ruso, que los niños bien acuden a colegios bilingües y aprenden matemáticas en inglés y alemán, quizá ha llegado el momento de interesarse por esas lenguas tan cercanas que no son ni más ni menos que españolas.