Marruecos ha querido que el mismo día en que se cumplía el sexto aniversario de la toma del islote de Perejil por parte de los gendarmes marroquíes, su primer ministro, Abás el Fasi, reclamase ante el presidente español "el derecho de recuperar Ceuta y Melilla". Pero no pasó nada porque en casos así cabe recurrir al lenguaje diplomático (una visita de amistad, por cierto aplazada tres veces), de modo que al menos oficialmente Zapatero no se confesó irritado por la fecha elegida ni por lo que tuvo que soportar en Uxda, habitual lugar de reunión de los sin papeles subsaharianos que quieren entrar en España y que a veces dan lugar a episodios muy trágicos, de sobra conocidos.

El pragmatismo que requieren las relaciones entre ambos países termina por serenar casi siempre las cosas, pero lo cierto es que el clima de amistad, incluso cuando así se proyecta, es más retórico que real. Los intereses, hasta los más contradictorios, contribuyen más a las relaciones entre Marruecos y España que las buenas palabras que a veces se escuchan, eso sí, siempre de manera muy calculada y, generalmente, a renglón seguido de alguna bravuconada de las autoridades del país vecino, ansioso de tener mensajes de consumo interno a costa de España.

A la hora de la verdad, para Madrid pesa más el dramático problema de la inmigración ilegal que cualquier mensaje grandilocuente de Marruecos, del mismo modo que a Rabat le interesa más la asociación especial con la Unión Europea, en la que España influye decisivamente, que reivindicar Ceuta y Melilla o protagonizar pequeñas batallitas. Por momentos, da la impresión de que nunca hay tiempo para construir con Marruecos una relación como la que ahora tiene España con Francia, ajena a los recelos del pasado y a estereotipos que ya no vienen a cuento. Mientras llega ese día, sólo cabe preparar la cumbre que España y Marruecos se han comprometido a celebrar en Madrid en noviembre, bajo el asedio de la tragedia de muchos inmigrantes. Ojalá noviembre fuese mañana.