Morirse es gratis, pero ser enterrado es caro. Muy caro, según las provincias, según la voluntad previa del fallecido o el gusto de las familias. Del mitológico óbolo de bronce para el barquero Caronte, encargado de cruzar a los muertos a la orilla del Hades, se ha pasado a los 2.500 euros de media que cuesta un entierro en los diecisiete mil cementerios que hay en España. No es extraño, por tanto, que el sector funerario facturase en 2007 más de 2.500 millones de euros. Una cifra que seguramente aumentará progresivamente debido a la buena salud de la que goza este negocio y a la creciente tendencia de muchas empresas, decididas a innovar en su afán de ofrecer nuevas posibilidades para el descanso eterno. La oferta es amplia, variada y curiosa. Va desde las costosas cajas de cedro y los Uomo Cocoon, con forma de moderno ordenador o de sensual muñeca pin-up por 3.500 dólares, a los artísticos ataúdes que representan un pez o un águila tallados por Kane Kwe en Ghana. Claro que también existe la posibilidad de construírselo uno mismo, igual que ha hecho el brasileño Edson Flavio Machado con 150 cajetillas de tabaco, o elegir el producto que le dio fama en vida como hizo en mayo Frederic Baur al pedir ser enterrado en un envase de patatas Pringles (inventadas por él en 1966) en el cementerio de Springfiel. Por otra parte está la incineración, preferida por los malagueños, que resulta más barata siempre y cuando la familia se lleve las cenizas a casa. Pero si no se desea tener la urna encima de la televisión o de la cómoda, las posibilidades disparan el presupuesto. La familia puede optar por abonar los 3.700 euros que cuesta que la Empresa Municipal de Servicios Fúnebres de Granada transforme los restos en un diamante, pagar los 322.000 euros al empresario que las deposita en un paraje del Valais suizo con vistas a la belleza alpina, abonar los diez mil dólares que cobra Celestes por enviar a la luna una cápsula con un gramo de cenizas (el 1% de los restos mortales) o recurrir a la Asociación Lasala que las entierra bajo un árbol en el valle del Silencio de Ólix en Gerona.

Esta moda va más allá de la manera o el lugar en la que criar malvas. En el cementerio holandés de Rhenem se puede adquirir una lápida digital cuya pantalla muestra un vídeo e imágenes elegidas por el difunto y en Alemania existe un canal, Etos TV, que por dos mil euros emite una telenecrológica de dos minutos, diez veces al día. También en Alemania Wolf Tilmann Schneider ofrece un sepelio frente a una pantalla con puestas de sol o la panorámica elegida previamente por el difunto. Una idea que recuerda aquella película de 1973 de Richard Fleischer, Cuando el destino nos alcance, donde Edward G. Robinson elegía morirse contemplando en una aséptica sala con hilo musical un hermoso paisaje, antes de que Charlton Heston descubriese que los muertos se convertían en la materia ´soylant green´ con la que el gobierno alimentaba a los neoyorquinos de 2022. Una trama de ciencia-ficción que puede terminar haciéndose realidad en estos tiempos de innovaciones, modas y excentricidades, en los que unos se costean una muerte y una eternidad de diseño, otros se marchan clandestinamente en el mar de las pateras y la mayoría lo hace anónimamente, después de haber pagado religiosamente el seguro de defunción y sin pretender dejar otra huella que no sea aquello de un árbol, un hijo, un libro, una casa y un buen recuerdo. La herencia, más o menos común, de lo que resulta de restarla la muerte a la vida.