En la mesa de al lado, un hombre y una mujer, ambos de mediana edad, hablaban. El jueves pasado, decía el hombre, me morí. Y el viernes resucité. Pegué el oído, claro, y escuché la siguiente historia: el hombre había viajado a Sevilla por razones de trabajo.

Tras comer con un cliente en un restaurante céntrico, salió a la calle y decidió caminar hasta el hotel, que se encontraba a 20 minutos. El calor propio de esta época estaba atenuado por una brisa húmeda muy agradable. Por lo demás, el hombre caminaba despacio y por la sombra, de modo que logró disfrutar del paseo.

Al poco, sin embargo, comenzó a sentirse mal. No se trataba de un malestar localizable, dijo, sino de una especie de desazón corporal ("en absoluto anímica", subrayó) que iba en aumento a medida que se acercaba al hotel. En su empeño por describir los síntomas, añadió que era como si tuviera fiebre, pero sin fiebre. Las articulaciones y los músculos enviaban al cerebro las señales características de una temperatura alta, pero él se tocaba la frente y le parecía normal.

Farmacia. En esto, pasó por delante de una farmacia y entró a comprar un termómetro con el que se encerró en el servicio de una cafetería. Se lo puso debajo de la lengua y comprobó enseguida que su temperatura, en efecto, era absolutamente normal.

Pues bien, llegó al hotel, subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama. Me voy a morir, se dijo. Por alguna razón, sabía que aquello que le ocurría era la muerte. Pero se trataba de una muerte hasta cierto punto dulce. Los músculos se aflojaban y él se iba, se iba, se iba lentamente hacia el más allá, sin dramatismos de ninguna clase. Y se fue. Se murió, dijo a su compañera de mesa mientras apuraba el café.

Naturalidad. ¿Y que pasó luego?, preguntó ella. Pues que al día siguiente, a las once de la mañana, resucité con toda naturalidad. Me incorporé y me encontraba bien, en forma, como si no me hubiera ocurrido nada. Y aquí estoy, de hecho, pero con la seguridad de haber vuelto del más allá. La mujer miró el reloj y dijo: Vamos, que se nos hace tarde. Pagaron los cafés, se levantaron, y salieron de la cafetería.

Lo curioso es que aquello que el hombre contó me había ocurrido a mí hacía unos meses en Vigo. Pero no me había atrevido a contárselo a nadie.