La suspensión de pagos de Martinsa-Fadesa, la más grande de las protagonizadas nunca por una empresa en la historia de España, evidencia la magnitud de la crisis del sector inmobiliario. La mayor promotora del país llega a esta situación con una deuda a sus espaldas de 5.200 millones de euros, pero la chispa que ha hecho saltar a la empresa por los aires es un minicrédito de 150 millones que no ha sido capaz de conseguir. La empresa Martinsa alimentó su voracidad con la compra de Fadesa a Manuel Jove, y mientras éste exhibe hoy un patrimonio de 4.000 millones, el propietario de la compradora, Fernando Martín, gestiona un espejismo. Los libros contables certifican que su empresa tiene un activo de 11.000 millones, casi 29 millones de metros cuadrados de suelo y 173.000 viviendas para vender, y sin embargo se enfrenta al abismo de la quiebra porque no es capaz de vender un piso ni de conseguir un ´mísero´ crédito. Es la metáfora perfecta de una economía que se ha desenvuelto con criterios de casino, en la que unos ganan y otros se arruinan dependiendo de su capacidad para retirarse a tiempo o de su inconsciencia para doblar la apuesta.

Y en EEUU, el gobierno de la economía más liberalizada del mundo tiene que salir al rescate de otras dos sociedades inmobiliarias semipúblicas regidas por ese mecanismo tan poco liberal que privatiza los beneficios y socializa las pérdidas. Gracias a la globalización, crisis puntuales como estas tienen una formidable capacidad de arrastre que atraviesa fronteras, infecta a sectores económicos ajenos y raja el billetero de unos contribuyentes animados en los últimos años a un ahorro especulativo. Los ciudadanos de una cierta edad tenemos ya vividas algunas crisis. Lo único que cambia es la sensación creciente de desgobierno. Cuando salgamos de ésta, que saldremos, sería conveniente no enterrar la experiencia, sino corregir los mecanismos de intervención de los Estados sobre el mercado. Puestos a intervenir, mejor financiar la extirpación de un tumor que pagar la factura del cáncer. Y mientras tanto, es conveniente llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que no denominemos crisis a lo que nueve de cada diez ciudadanos consideran crisis. Todo un ejemplo de falta de sintonía que cotiza a la baja en el parquet político.