No es un asesino; es un expropiador de bancos y a mucha honra. "El solitario" sigue empeñado en dotar a sus gestas de un brillo épico, muy en el tono de esa mentalidad tradicional hispana que, según de qué forma, justifica e incluso magnifica el latrocinio. Ya lo dice el refranero, "quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón" y lo de "expropiador de bancos a mucha honra" suena a eso, a tomar la justicia por su mano del modo popular que conocemos. No pocos hay que aún ven en los bancos la sucesión institucional del usurero que, por sangrarte taimada y paulatinamente, merece por el restablecimiento de la honra colectiva un Peribáñez que le ponga las peras bien a cuarto. "El solitario" ha decidido pasar de la reputación criminal a la heroica, lo cual no es difícil aplicando el código justiciero tan particular y arbitrario del profundo subconsciente del pueblo español, que en el robo al rico y, más aún si es usurero, no ve sino un poner las cosas en su sitio.

La crónica negra, tan socorrida en tiempos estivales, rescata del recuerdo la leyenda de Jarabo, bajo el subtítulo "los crímenes de un caballero español", expresión retórica que, en plan lítotes, te va diciendo que de crímenes nada sino todo lo contrario. El caballero español manga, mata y todo eso, pero siempre por alguna razón que, más allá del bien y del mal, es el honor, concepto que justifica hasta la masacre más espeluznante. Como por ejemplo, el asesinato cuádruple y a sangre fría que perpetró Jarabo en la España franquista de los cincuenta y que le condujo al garrote vil y, al mismo tiempo, a traspasar el umbral del imaginero heroico español. Héroe doblemente cargado de razones por disparar contra la usura y en defensa del honor de una mujer. Y que, con sus trajes impecables acordes a su pose de asesino íntegro y elegante, uno por cada día de juicio -la ocasión lo merecía, dijo él mismo- enamoró a lo más granado de la audiencia femenina que apuesta por el hombre de verdad en cualquier caso, capaz de amar y matar como un toro sin remilgo alguno de medios y energías. Ni un momento faltó el visón de Sarita Montiel en aquella sala del Palacio de Justicia de Madrid. Jarabo era el matón de cine negro que combina la hombría con el glamour; el sueño de hombre que normalmente hace suspirar a la legítima hembra hispana en sus variedades de torero o bandolero de la causa; siempre con un par, que es lo suyo.

"El solitario" no da, en cambio, la talla de asesino elegante y seductor ni lo pretende, que lo suyo es conformarse con ser ladrón honrado.

Por fortuna, los homicidios a los guardias civiles ya son considerados tan punibles como contra cualquier otro hijo de vecino y ni son amortiguados por el pretexto de no sé qué defensa de idealismos nacionalistas. Así que "El solitario" se inventa un alter ego que haga el trabajo sucio como en plan relato de Jorge Luis Borges; un individuo de ideas anarquistas, por ejemplo. Este recurso de la narrativa hispanoamericana ya es un ardid socorrido entre los asesinos de poco brillo como la asaltante de ancianas que inventó a una tal Mary para protagonista de las brutales palizas. Bastante gemela suya a juzgar por el miedo que le hacía a las víctimas declarar ocultas tras un biombo por no ver el rostro de su presunta agresora.

La justicia popular, tan paralela a la oficial, en ningún modo justifica la agresión a ancianos y niños sino todo lo contrario, a tal punto que más que lícita hubiese aplaudido como heroica cualquier manera que el celebérrimo padre de Mari Luz hubiera estimado oportuna para vengar por su mano la muerte de su hija. Sin embargo, este hombre, rizando el rizo de lo heroico, se decanta por aplicar a su caso la eficacia de una justicia real y con mayúsculas más divina que humana y española, en todo caso. Incluso por nuestro propio bien, esperamos que lo consiga. Algún día.