Después de haber leído decenas de artículos y contra-manifiestos sobre el ´Manifiesto por la lengua común´, firmado éste por intelectuales de prestigio, entre los que destacan Fernando Savater, Mario Vargas Llosa, Felix de Azúa, Carlos Castilla del Pino, Luis Alberto de Cuenca, Arcadi Espada o Álvaro Pombo, confieso que me siento un poco mareado. La mezcla, en muchas ocasiones en un mismo párrafo, de las ideas inteligentes con las exageraciones panfletarias y del sosiego argumentativo con los incendios verbales creo que no le están sentando bien a la polémica. Por otro lado, la voluntad de incomprensión mutua es tan evidente que afecta incluso al uso de esa lengua común. De hecho, cada una de las partes enfrentadas, incluso cada articulista, parece tener en mente una definición distinta de las palabras clave sobre las que están debatiendo: ´lengua´, ´común´, ´manifiesto´, ´Constitución´, ´Estatuto de Autonomía´, ´defensa´, ´peligro´, ´Estado´, ´instituciones´, ´normalización´, etc. según quién las escriba parece significar algo completamente diferente, a veces legítimamente diferente porque lo permiten las distintas acepciones de los diccionarios, pero en muchas ocasiones ilegítimamente diferente porque se obliga a esas palabras a ajustarse a una semántica delirante que las inutiliza como servidoras de la verdad, la claridad o la profundidad. En otro momento me gustaría ilustrar con ejemplos concretos esta afirmación, algo que en el breve espacio de esta columna me es imposible hacer.

Después de vivir durante más de tres años en Cataluña, nunca he tenido el más mínimo problema por ser castellanohablante, ni con las instituciones públicas ni en mis relaciones personales. Funcionarios de las distintas administraciones públicas, dependientes de toda clase de comercios, conocidos y amigos, médicos: todas y cada una de las personas con las que he tenido contacto han respetado mi lengua madre hasta el punto de que casi he nunca he conseguido, por más que yo lo demandara en mi deseo de aprender catalán, que siguieran hablándome en este idioma suyo en lugar de en el mío. Y la han respetado, con una cortesía natural en esto y en otras muchas cosas que siempre me ha admirado, a pesar de que muchos de ellos, en cabeza propia cuando tenían edad para ello o por testimonio de familiares cercanos, han conocido etapas de fascismo lingüístico durante las cuales la pena por expresarse en catalán era la cárcel. Hoy por hoy en Cataluña todo el mundo, excepto los que somos recién llegados, hablan a la perfección español y catalán; ésta es la situación que habría que destacar, no la de las posibles, y yo creo que imaginarias, amenazas en un sentido o en otro. El castellano tiene sus propios medios para difundirse y el catalán busca y va teniendo poco a poco los suyos. El resultado salta a la vista para cualquiera que mire sin prejuicios: ambos forman parte del tejido social de manera indistinguible. Abusos hay, por supuesto, pero en una y en otra dirección, y cuando eso sucede hay que denunciarlos. Pero hacer de las excepciones el centro de una argumentación es sacar las cosas de quicio. Que es lo que, en parte, está sucediendo con tanto manifiesto y contra-manifiesto. La lengua común, que no es de nadie, ni de los políticos ni de los intelectuales, porque es del pueblo goza de una salud de hierro en Málaga y en Barcelona, aunque esto sea algo que incomode a muchos estrategas del apocalipsis.