Se lo dije así, al terminar la cena, mientras apuraba la última copa de un poderoso vino del Priorato: mi primera patria fue un salón de billar, un territorio de praderas verdes que nunca se helaban. Era mi patria y la de Paco, el encargado, un señor que tenía dos dedos menos en la mano derecha, perdidos en alguna batalla maldita de la emigración a Cataluña. Era una patria de tabaco emboquillado y de orgullos a tres bandas que se perdían por una corbata o por un maldito retruque. Allí se aprendía, sólo de mirar, las reglas que se enseñan ahora en las escuelas de negocios: hacer carambolas sin perder nunca de vista la competencia.

Después de aquella tuve más patrias: un campo de albero donde marqué de tacón por la escuadra; un vagón de metro donde me había fugado de Andalucía porque siempre era Semana Santa, un chiringuito de sardinas con cerveza, una noche de una vega de luna llena recortada sobre una sierra y el rumor cercano del agua. Estas patrias que fueron mías y otras de las que no me acuerdo, le dije, son las patrias por las que he tenido más pasión aunque es más que probable que no hubiera disparado un perdigón por ninguna de ellas.

Aquí mi convidado, que es catalán de las profundidades, llevaba tres cuartos de hora, una ensalada y un lomo de bacalao a la plancha, explicándome a su debida manera las raíces del catalanismo de izquierdas, incluidas algunas canciones de Llach que por fortuna no se sabía enteras. Aquí mi convidado es de la opinión de que el dinero de la laboriosidad y eficiencia producido en los países catalanes se despilfarra luego en otras regiones, también llamadas ahora comunidades autónomas, donde se prodigan toda clase de festejos con excesos alcohólicos y una afamada indolencia con vaquillas. Todo ello sin mencionar las autovías, que las hay por todas partes y encima gratis mientras las nuevas generaciones de Tarradellas tienen que pagar peajes por ir a ver a la novia.

En mi pliego de descargos con tónica y mucho hielo, le apunté con tiento que nacer español, catalán o iliturgitano son asuntos de ningún mérito, que no se pueden elegir, como el que nace ugandés o pernambucano y que a partir de ahí, la patria no es más que un carnet plastificado y que todo su entusiasmo por el catalanismo se hubiera convertido en pasión rociera si en vez de haber nacido y vivido en Puigcerdá, su madre hubiera roto aguas en Bollullos par del Condado. Ahora lo tendríamos calzando botos y un medallón y una camisa de rayas verdes y blancas.

Siendo así que los salones de billares, los vagones de metro y los campos de albero son patrias en las que no se publican las balanzas fiscales y en las que no se ponderan las ventajas competitivas de unos territorios para arrojárselos a la cabeza de los otros, de la misma manera que ser rico andaluz sigue siendo mejor que pobre catalán y que la única ventaja patriótica de los negros de Somalia es que no tienen que ponerse crema protectora. Se entiende que las derechas mueran por sus patrias. Porque al fin y al cabo son suyas. Pero cuesta un huevo pagarle la cena a esta gente tan rara que dice ser nacionalista de izquierdas.