Estamos acostumbrados a un incierto montaje cinematográfico actual y repetido, que nos lleva a ver todas las películas a mayor velocidad de la que el ojo humano puede apreciar. Para muchos, los que consumen compulsivamente tales cosas, se trata de la sintaxis necesaria. Para otros, entre los que me encuentro, se trata de un desconocimiento absoluto de la gramática. De la misma forma que no hay poesía sin ritmo ni novela sin historia, tampoco hay cine sin pausa, sin secuencias, sin encadenados, fundidos, planos y contraplanos.

La realidad política española se sumerge en una suerte maldita de nuevo séptimo arte. Aparecen los mismos actores pero con una troupe de montadores siniestros, algunos de ellos encastillados en los informativos de las televisiones, que pretenden convencernos de las bondades de las nuevas marcas populares y socialistas: frente a un corte encorsetado de Cospedal, otro benéfico de Pajín; ante el cabreo admonitorio de Blanco, una infumable catequesis de Soraya. Y, pourquoi pas, ante unas declaraciones casi siempre circunspectas del afable pontevedrés Rajoy, una pequeña dosis de acento circunflejo del presidente Zapatero.

El problema está en el discurso, no en que no lo haya, sino en la obviedad de la palabra. El maestro expresidente Aznar López lo expresaría muy bien: de la misma forma que secretaria viene de secreto, discurso viene de discurrir. A veces, hasta los dioses pueden ser estúpidos, que diría Asimov.

Pero los dioses, aparte de lo que en su santa voluntad quieran ser, simplemente no existen, como todo el mundo sabe. Existen líderes políticos, banqueros, dueños de inmobiliarias y, por supuesto, el ministerio de Economía y Hacienda y todos sus expertos y funcionarios. ¿Sería capaz alguno de ellos de soltarnos, incluso a despecho, una obviedad discursiva para que nos quedáramos una noche, sólo una noche, un poco tranquilos? Gracias.