La fotografía tomada en una playa de Nápoles en la que se ven los cuerpos ahogados de dos niñas gitanas tendidos en la arena, mal cubiertos con toallas, y alrededor de ellos una porción de bañistas indiferentes, tomando el sol, no ha dado la vuelta al mundo porque, en puridad, el mundo está de vuelta de imágenes como esa. Hace ocho años, la implacable lente de otro fotógrafo tomó la misma en una playa de Tarifa, en aquella ocasión el cadáver del náufrago de una patera, pero la esencia de las imágenes puede hallarse cada día en cualquier parte, si bien en verano, como se sale más, la esencia se materializa y puede ser capturada por los ojos sensibles, si bien el más sensible suele ser el de la cámara del fotógrafo. Si lo que les falta a unos se corresponde exactamente con lo que les sobra a otros, este principio y otros de parecida incontrovertibilidad se espesan en las playas del primer mundo, bien que entre una muchedumbre narcotizada y medio desnuda porque le da la gana. La playa de Torregaveta, en Nápoles, era la misma para los veraneantes y para las niñas gitanas, aunque éstas no tuvieron necesidad de descalzarse para pisar las olas. Parecía la misma playa, pero en tanto que para la chusma del bikini y la panza cervecera aquello era un espacio vacacional, para Violeta y Cristina, de 11 y 13 años, carne de intemperie ambas, era un sepulcro fascinador: ningún adulto las acompañaba, ninguno las enseñó a nadar, ninguno se retiró respetuoso de su catafalco de toallas. Así pues, ¿a quién puede extrañarle que un mundo se percatara del otro, esto es, la indiferencia de los turistas, si no su contrariedad, por los cadáveres infantiles que, al ocupar una porción de primera línea, les estaban fastidiando la deliciosa jornada? ¿No estaban Violeta y Cristina condenadas a una muerte ominosa, antes de meterse en el mar?