Cuando aprieta la calor, cual es el caso, la gente corre a refugiarse en la playa, cuando, en puridad, donde habría de refugiarse es en una sombra. Podría argüirse, desde luego, que playa y sombra no son conceptos contradictorios, pero no por mucho argüir absurdidades la realidad deja de ser la que es: lo más parecido a una sombra que se puede pillar en una playa (salvo que ésta sea una de esas de ricos que tienen palmeras que se cimbrean solas, sin necesidad de aire ni nada), es una sombrilla. Y sombra y sombrilla sí que son, indiscutiblemente, realidades antitéticas.

La playa es, para qué engañarse, el sitio donde hace más calor del mundo, pues se trata de un desierto en toda regla, sin vida animal ni vegetal significativas, que, para colmo, se ancla a la vera de una tentadora y descomunal masa de agua que no se puede beber, lo que acentuaría, si hiciera falta, el tormento. Cuanto ocurre en ellas pertenece, por tanto, a la esfera de los espejismos, salvo los cadáveres de los náufragos que, huyendo de la miseria, llegan a la arena con la pleamar, que esos son cadáveres reales, demasiado reales en contraste con el resto de las cosas, tan ilusorias. Bastaría el hecho de que no se puede leer en la playa, pues la arena, el viento y la postura lo impiden, para estigmatizar absolutamente semejante paraje, pero no es sólo eso: el sol torra, la reverberación ciega, la sed acucia, los cuerpos peor que desnudos (porque no van desnudos) que se pasean, confunden u obnubilan, los restos de petróleo en la arena se pegan a las plantas de los pies, las bellísimas medusas acechan tan peligrosas como todo los bellísimo, los de las palas fastidian, los ceniceros no existen y, por último, siempre queda el temor, en medio de esa torva fantasía, de que Fraga y su Meyba emerjan de la espuma.

En plena ola calor, las autoridades deberían desaconsejar abiertamente la playa. Sólo una rara especie de mosquitos o pulgas pueden prosperar en esos descampados entre bloques de apartamentos, vertidos, motos de agua y tíos en parapente.