Cenábamos anteanoche en el porche de la casa, frente al mar, cuando Antonio, uno de los amigos comensales, nos hizo una hermosa y significativa confidencia:

- Mi padre siempre cenaba conmigo.

No nos sorprendió su manifestación hasta que continuó con el relato:

- Mi padre trabajaba hasta muy tarde, de modo que llegaba a la casa hacia las diez y media de la noche. Yo tenía entonces tres años. Cuando él llegaba, ya estaba yo durmiendo hacía buen rato en mi cama. Pero mi padre me sacaba con cuidado y me acomodaba en sus brazos. Él cenaba mientras yo seguía durmiendo plácidamente acurrucado.

- Es así, comentamos. El ser humano tiene necesidades físicas y necesidades psicológicas y afectivas que debemos satisfacer. Esa costumbre era buena para tu padre, le dijimos, y era especialmente buena para ti.

Porque tú percibías todo el afecto que esa práctica conllevaba. Lo percibías imperceptiblemente cuando dormías y de forma explícita cuando te lo contaban. Ahora, al rememorarlo, sigues recibiendo aquella corriente de ternura.

Antonio nos cuenta la complicación que surgió de una caída por la escalera cuando su padre le llevaba en brazos hacia su especial sitio de la cena. Para proteger al niño, el padre hace que llegue primero al suelo su hombro, de modo que el niño resulta ileso y el padre se fractura la clavícula. Le colocan el brazo en cabestrillo de modo que, como es lógico, complicaba el acomodo del niño para la cena. Pero no por dificultad renunció el padre a ese estrecho contacto afectivo con su hijo.

Nos emocionó la historia que Antonio nos contó con la precisión de quien la acaba de vivir, con la intensidad de quien comparte algo significativo y hermoso.

Todo ello nos llevó a comentar otras historias, otras experiencias. Por ejemplo, la de un padre cuyos horarios de trabajo le impedían ver al hijo porque llegaba cuando el pequeño estaba dormido y se ausentaba antes de que despertase. El padre le dice al hijo que, para que sepa que él ha estado a su lado por la noche, va a hacer un nudo en su sábana de modo que, al despertar, el niño pueda comprobar el paso de su padre por la cama. Todas las mañanas el niño se despertaba y buscaba ansiosamente el nudo en el que se hacía presente el cariño de su padre. Y es que el amor es creativo. El amor es ingenioso. Busca formas muy diversas de expresarse, de hacerse presente.

Puede suceder que las condiciones que nos impone la vida sean complicadas para el desarrollo de una extensa e intensa comunicación con los hijos y con las hijas. Pero, como vemos, hay formas de superar esas condiciones adversas. El amor está por encima de las circunstancias. El amor salva los obstáculos y supera las dificultades para hacerse visible.

Creo que es muy importante la manifestación del afecto, la expresión física del mismo a través del contacto corporal.

En otra sobremesa cercana, me hablaba un familiar de un experimento que se había hecho en una biblioteca de Estados Unidos. El bibliotecario, al entregar el libro, tocaba con un gesto afectuoso al usuario. A los integrantes de otro grupo que formaba parte de la experimentación sencillamente les entregaba el libro. Pues bien, cuando se les preguntaba a los primeros cómo era el bibliotecario todos recordaban de forma positiva algunas de sus características. Los miembros del segundo grupo apenas si recordaban cómo era quien les había dado el libro.

El ser humano necesita afecto, necesita amor como, en otro orden de cosas, necesita comida, bebida o cobijo. Cuando no se tiene ese afecto se acaba pagando la carencia.

El famoso biólogo chileno Humberto Maturana nos contaba hace años que él nunca había sentido miedo. Ni siquiera en tiempos de la dictadura. Al preguntarle a qué se debía ese hecho contestó:

- Porque mi mamá me quiso siempre.

El amor nos hace fuertes. El amor nos hace mantenernos sanos psicológicamente. El amor nos hace felices. Ya sé que el amor está plagado de trampas. Y que, incluso en el amor paterno o maternofilial se esconden muchos peligros: la sobreprotección, el chantaje afectivo, la indiferencia o el tramposo abandono que se excusa en la pretensión del fortalecimiento. Si tiene una infancia dura, tendrá una vida fácil, piensan algunos equivocadamente.

Por eso me parece tan certero el título del libro de George Snyders ´No es fácil amar a los hijos´. No, no es fácil. Lo cual no lo hace menos necesario y urgente. Parecería que la naturaleza debería darnos estrategias y recursos. Sin pensar, sin esforzarnos. No es así. Por eso, para que haya una buena educación de los hijos, hace falta inteligencia, sensibilidad y esfuerzo.

Cuando las dificultades de la relación paternofilial impuestas por el tipo de vida que hoy llevamos restrinjan el tiempo de contacto, es necesario aguzar el ingenio para hacernos presentes y amorosos. Especialmente los hombres, a quienes se nos ha dicho que esas sensiblerías son poco varoniles. Cuando se habla de una ´machada´ no se hace referencia una situación cargada de ternura sino a una heroicidad rayana en lo sobrehumano. Qué equivocados nos han tenido y nos siguen teniendo.

Ojalá hubiese hoy muchos padres como el de Antonio. Con esa capacidad de ternura. Con esa hombría para manifestarla una y otra vez, en cada cena.