Hace unos días leía en las páginas de este periódico que el ´Teléfono de la Esperanza´ de Málaga recibía 6.000 llamadas al año, unas 20 al día. Sorprende -me sorprende a mí, al menos- la cantidad de cosas que hacen los que están detrás de ese teléfono mágico: ayuda psicológica, asesoría legal, talleres, programas de prevención, de control de la ansiedad... Hasta de una especie de club de solteros hace esta organización especializada en la esperanza. Pero se mire como se mire, y descontando las que no revisten naturaleza ´urgente´ o utilitaria, son muchas llamadas, y sobre todo pensando que tras cada una de ellas, tras cada oscuro impulso de marcar ese número, había, acurrucado, un escalofrío de soledad.

De los grandes medios de comunicación tradicionales, es la radio la más consoladora para la gente que se siente sola. En los periódicos es un tema tabú: como si los lectores de prensa, más reflexivos y amantes de la digestión lenta de la actualidad, aunque lectores solitarios casi siempre -pero aún se da la lectura en corro de periódicos: qué hermoso espectáculo- asumieran la lectura desde una soledad fuerte, compartida, habitada por ideas que necesariamente quieren ser comentadas después con otros, contrastadas o discutidas. Pero la soledad que explota, pidiendo ser oída, es de la radio. Si han oído alguna madrugada un programa de esos en que la gente llama para hablar de lo que se le ocurra o necesite, recordarán, sin duda, la primera impresión: la de estar escuchando tras la puerta, la sorpresa ante la inesperada facilidad con que miedos, amores, violencias o desamparos surgen ahí, en el silencio de la noche. Es como ver (oír) aflorar la ´materia oscura´ del universo social, exigida por el cómputo total de la sociedad, pero invisible.

Las llamadas a esos teléfonos (el de la Esperanza, el de la radio) proceden, en su inmensa mayoría, del medio urbano. Si tiene, querido lector, la suerte, como yo, de pasar estos días de la canícula en algún rincón del campo andaluz -et in Arcadia ego- estará entonces sintiendo la soledad que vivifica y reconforta, que cierra los costurones y desgarros que el mundo laboral y de las prisas va abriéndole al alma durante el año. Es esa una soledad digna, que no necesita de teléfonos o últimas esperanzas porque es en ella, en su silencio, donde nace y se genera. Tal vez los hombres no deberían haber abandonado nunca el campo -aunque nosotros, andaluces que nunca hemos sido dueños de la tierra: sólo sus aparceros o jornaleros, sintamos menos su necesidad-, pues sólo ese modo (el de los caseríos vascos, que tan bien retrata Ramiro Pinilla con la saga de los Altube; quizá la campiña inglesa y sus aburridos y felices aristócratas, tal como nos la describen la Austen, la Wharton o Anthony Trollope entre tantos grandes narradores) queda asegurado el encaje entre la soledad necesaria y sociabilidad fatalmente humana.

Está también, en este dejarme llevar hoy por las distintas soledades desde la soledad triste del Teléfono de la Esperanza, la que podríamos llamar ´soledad presocrática´, como la que cantó el poeta malagueño Emilio Prados. En sus famosas ´espantás´ de Madrid o Málaga ciudad (su padre respondía, cuando iba algún amigo a buscarlo y no lo encontraban porque nadie sabía dónde estaba: "ya sabe usted cómo es Emilio...´) pasaba días y noches perdido con sus amigos pescadores, con los ojos unos con el mar y el cielo, dentro y fuera, sintiendo su piel como última frontera frente al universo o la persona amada. En cuántos versos, desde su radical soledad, se sintió viento, mar o cielo; cuerpo su alma y alma el cuerpo, uno con todo sin dejar su uno irreductible...

Soledad noble, buscadora y dadora de verdad, llena de esperanzas, que deberíamos rescatar

frente a la soledad frustrante del superhombre tecnológico contemporáneo, cuya soberbia y ficticia torre de soberbia y humo se desvanece cualquier noche triste frente a un humilde y anónimo teléfono. Cuando ni siquiera al otro lado del ´Messenger´ hay nadie...