La recuerdo con cuatro, cinco años. Después de jugar en la Plaza de la Merced, se cogía de la mano de Maribel o de Paco, sus padres, y les acompañaba a una lectura poética, a un concierto en un bar, a una exposición, a cualquiera de esos lugares-bisagra donde la noche se ensancha y se pelea con el tiempo (y con la eternidad, que es la trampa que el tiempo le pone a los que se creen sublimes), a sus anuales peregrinaciones a Marruecos, Túnez o Senegal. Bárbara escuchaba, a veces hacía comentarios en público, se quedaba absorta, se convertía en aire, hechizaba a las personas y a los vasos semillenos y a las hojas somnolientas de los árboles sedientos de las aceras de Málaga y a las aldeas perdidas de los desiertos. Poco después ya intentaba versos, te contaba cuentos, hacía del mundo un lugar inverosímil y emocionante, te ponía en hora con unas risas y dos frases robadas al sol, te reconciliaba con tu propia temperatura y con tus propios latidos (con tus propias y por lo general lejanísimas ganas de vivir). Y con tanta naturalidad, con tanta falta de afectación, que convertía sin proponérselo en discípulos a sus mayores, a los que le llevamos varias décadas de diferencia. Y siempre jugando, es decir, sabiendo desde el centro mismo de lo real (el corazón, la cabeza, las extremidades) que la vida se explica y queda justificada por las ganas de barajarlo todo, de desordenarlo todo, de descreer de las apariencias de todo. Bárbara, que, con sus dieciséis años, sigue siendo una niña sin haber dejado nunca de ser tan anciana como una fruta madura o como una ola exhausta y feliz rompiendo en la playa, acaba de publicar su primer libro de poemas, ´Ultravioleta´ (Monosabio, Ayuntamiento de Málaga, con prólogo excepcional y cómplice de Jacinto Pariente, el malabarista cósmico). Un libro que es como ella, lo cual ya es una gran virtud: visual, atento, repleto de pasadizos y sorpresas, oblicuo, contestatario, personal, embriagador, inconformista, fabulador, honesto, escéptico, certero. Un libro de poemas al que la propia Bárbara podría haberle puesto fotografías, otra de sus aficiones, porque las imágenes (que trocea, recompone, tacha, resalta, mezcla y desenfoca) corren por su sangre tanto como las palabras. Bárbara Zagora Cumpián Ruiz tiene su cuarto decorado como los muros del extrarradio o como los vagones del metro (grafittis, frases o pósteres envejecidos dibujados, garabateados o abandonados ahí por los amigos de Bárbara), lo cual es toda una declaración de intenciones ante la vida que también puede interpretarse como poética: las afueras pasan por el centro (las afueras son el centro), el lugar propio (la habitación propia) debe estar abierto a todos (como los vagones de un metro), el automóvil más fiable es la inmovilidad. Bárbara, que tiene simultáneamente cinco y quinientos años, acaba de publicar su primer libro de poemas, y de presentarlos hace una semana en el Balneario del Carmen, un acontecimiento que algún día se recordará como único, especial e irrepetible. Como la propia Bárbara, un milagro verdadero en medio de tantas mentiras y fracasos.