Una de mis películas favoritas es ´Straight story´, de David Lynch. Un poético homenaje al amor filial, a la familia, a la vejez, a la vida recta (como su nombre indica), en donde las metáforas visuales hablan por sí solas.

Cada familia es una célula inteligente, una constelación en donde cada miembro asume un rol definido por miles de años para la subsistencia de la tribu. Todos conocemos como funcionan y apreciamos la importancia de cada uno. Hemos vivido experiencias familiares similares e incluso reconocemos patrones en otras familias. Hay ocasiones en las que un miembro que claudica de su papel es sustituido por otro miembro de menor edad, rango o responsabilidad. Conocemos hijos que han asumido el rol del padre, hermanas que se reconocen como madres o hijos menores que por carácter y predisposición llevan a cabo las tareas de los más adultos. Parece que cada grupo se reacomoda de manera instintiva y en su reagrupación subsisten las funciones básicas de dar techo, vestido y alimento a todos sus miembros. Pero es allí donde también se satisfacen las tan importantes necesidades de seguridad, pertenencia, valía y autonomía.

Habrá familias en las que los lazos de amor se muestren con más soltura y habrá otras en donde la rigidez impida que el cariño fluya. Pero es también allí donde se aprenden las diferentes formas de acercarnos a los demás, de comunicarnos con el otro, de querer.

La jerarquía familiar es importante en términos de experiencia. La sabiduría acumulada en la historia de nuestros antecesores, las vivencias de cada clan, el historial genético de actitudes, enfermedades, tendencias y hasta pasatiempos, nos permiten reconocernos y entendernos. En América Latina una de las corrientes más fuertes de investigación social y antropológica continúa siendo la de Historias de Familia. En ella se delinean los mapas generacionales y se descubren las motivaciones, deseos y destinos de cada personaje.

Sin embargo en los últimos años muchos adultos hemos ido perdiendo interés por transmitir a las generaciones siguientes la importancia de tal reconocimiento. Comenzamos a perder a nuestros niños y niñas en un intercambio de responsabilidades y obligaciones hasta el punto de orillarlos a tomar posiciones incorrectas: niñas dando consejos a las madres, hijos tomando el control de una situación de estrés, abuelos suplantando a los padres.

Pero lo más triste es que en muchas familias hemos intercambiado lazos de amor por interés e insumos, y relaciones de respeto y reverencia por coleguismos a veces hasta insolentes. Canjeamos el respeto a la senectud por la descarada desacreditación de la mirada del abuelo o la abuela y lo más triste es que lo hacemos delante de nuestros hijos que acaban por imitar nuestro comportamiento. Hemos ido perdiendo las redes familiares, esas que, repito, son las que deben dar seguridad, valía y sentido de pertenencia. Vamos deshaciendo poco a poco todo un sistema milenario de afecto, emociones, anécdotas comunes y relaciones que debiera servir de contención para cada niño, para cada niña.

Los que tenemos la fortuna de pertenecer a familias sólidas contemplamos con gozo las ramificaciones de nuestros árboles genealógicos, veneramos nuestras raíces y las nutrimos con respeto y cariño. Resguardamos nuestra historia cargada de mitos y leyendas y procuramos trasmitirla a los más jóvenes. Apreciamos el valor de la interdependencia pues nos apoyamos, respaldamos y motivamos.

Desde la escuela es posible distinguir a aquellos niños y niñas que se saben parte de una gran familia; entre sus actitudes está el respeto a los mayores y su sentido de hermandad, pero lo más hermoso es que comienzan a cargar su maleta de vida con experiencias comunes: la fiesta de la bisabuela en donde se disfrazaron todos de vikingos, las comidas en el campo cada sábado, las vísperas navideñas cocinando por tandas?

Por el contrario, a muchos de aquellos niños que han sido desarraigados de sus familias les brota el miedo, la inseguridad, la inadaptabilidad y la invalidez. Algunos padres y madres creemos que podemos suplir el amor filial con los amigos. Y aunque en cierto modo los lazos afectivos se nutren, nunca se dará la configuración intrínseca que origina a cada familia. El abuelo no será suplido por el amigo de la madre, ni la tía consentidora por la amiga del amigo. Esa magia no se da en esos grupos.

Invito a no tener miedo a mirar atrás, a recuperar la historia familiar, a reconciliarnos con sus capítulos más oscuros y a rescatar a aquellos miembros que la distancia, la intolerancia, la dejadez o el odio nos han ido amputando. Es la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos, un legado de convivencia digna y respetuosa pero sobre todo de pertenencia a nuestra especie.

*escuelapadres@hotmail.es