Saben cuántas cosas están íntimamente relacionadas en su origen en el término ´leer´? Pues cosas como recoger, recolectar, como leño, (el lignum crucis es el leño de la cruz), y como interpretar, curar, o decir palabras mágicas, están latentes, vivos en la raíz indoeuropea (leg-) de esa palabra. Según lenguas, culturas, incluso civilizaciones y épocas históricas, las palabras, incluso siendo en su origen un puñado de fonemas, comienzan a crecer y a multiplicarse en sus sentidos, y construyen un mundo mental que al final nos atrapa. De una manera u otra, el lenguaje nos atrapa, nos hace suyo, somos hijos del idioma. El consejo aquél, ya añoso y que nos viene de unos lejanos textos sagrados, de "meditad sobre el lenguaje", sigue en vigor por la razón de que somos hijos suyos, del lenguaje que hablamos, que es el idioma, además, en que a nosotros mismos nos hablamos.

Esta palabra que acabo de repetir unas pocas de veces (idioma) es griega, se emparienta con otra de la misma estirpe que significa "lo propio", y en su sentido originario alude a algo que podemos definir como "propiedad privada". Los idiomas tienen algo de propiedad privada, por supuesto, y eso tal vez explique el trasfondo del encono con que se defienden las lenguas unas de otras, y hasta se enfrentan y tratan de arrebatarse adeptos, esto es, hablantes. ¿Quién, por muy políglota que sea, no siente una especie de aliento de rara complacencia cuando, luego de un tiempo lejos de la patria de lengua propia, y entre gente que habla otra diferente, retorna y se siente de nuevo como en casa en cuanto escucha los sones y acentos y modos de su lengua, de su idioma? Por muy bien que nos defendamos en francés, en inglés, o en la lengua que fuere, sabemos que, lejos de nuestra lengua estamos como en corral ajeno. Un corral mental, desde luego. Y eso es porque somos hijos de un idioma, entre otras cosas que ahora no se contemplan: una sensibilidad, una moral común, un ideario, una sangre. Llevamos la lengua en la misma sangre.

Y palabras como ley, delegar, delegado, colegio y colega son también primos hermanos de esa raíz ya dicha, /leg-/. La noción de "lectura" como acto, no ya físico de ir leyendo, sino acto intelectual de ir recogiendo sentidos y valores en lo que leemos es muy acertada. Quizá sea lo más cercano a un buen lector: el que al recolectar frutos de un sembradío va seleccionando los mejores, así también el que al leer textos va quedándose con sus más hondos y vivos y certeros sentidos. Que los libros son como campos con frutos y sus lectores son recolectores de éstos, siendo los autores los que sembraron. ¿Acaso el poeta no es quien mejores y más vivas semillas esparce en su mundo, entre sus coetáneos y como mirando hacia el futuro? Los poetas son los hijos más dilectos y preclaros de su lengua, de su idioma, y el acto poético, en su valencia o dimensión mágica, es como una feliz coyunda entre el lenguaje y quien lo mamó y lo habla y enriquece. La lengua nos es alma.

Pero aludía en la entradilla a la perversión del lenguaje. Y quiero decir algo al respecto: un lenguaje se pervierte ante todo, (y sobre todo), a causa de una doble práctica: lo que Antonio Casado llamaba ayer en su colaboración "camuflaje semántico", y ese modo de buscar el modo de una inflación de los significados que acaba por destruirlos en su esencia primera, que es un justo y cabal designar algo. Si no se respeta la propia lengua, mal se puede ser hijo digno del idioma, y de paso, ¿qué otro respeto podemos esperar de quienes así actúen? No sé si me he expresado de forma que me puedan ustedes "leer" cabalmente. Si ha sido así, sea el mérito de la lengua que usamos. Y si no, sea mío el demérito. Gracias.