ETA devora sistemáticamente a cualquier terrorista que intente introducirse en el campo de la política. Ha ocurrido desde el principio de los tiempos y la única excepción devino en la disolución de la organización que se transformó en Euskadiko Esquerra. Ahora Otegi, en silencio desde que los terroristas dinamitaran en la terminal de Barajas la negociación con el Gobierno, ha filtrado que va a abandonar la política cuando salga de la cárcel. Pasa a engrosar la lista de los Iñaki Esnaola, Txema Montero, Tasio y todos quienes pretendieron la transformación de la banda terrorista en una organización política.

Este principio debe conducir a una reflexión permanente: quienes dominan la organización lo hacen en la medida de que son capaces de controlar el miedo, la caja y las pistolas. Con esos ingredientes no se puede hacer política. Saben que desaparecida la coacción de las armas, el miedo de sus amenazas y la caja de sus extorsiones, su capacidad de influencia política es absolutamente limitada porque una sociedad sin coacciones no se alinea con una partida de bandoleros ni con quienes predican el radicalismo trasnochado. Por eso no dejan que nadie con vocación política liquide su forma de vida y de poder. El poco prestigio social y político que le queda a ETA está parapetado tras la amenaza y la chulería de quienes se protegen en su capacidad de matar por la espalda. Esa guapería primitiva desaparecerá el mismo día en que ETA se disuelva y debieran tener previsión de que el hartazgo de la sociedad vasca puede conducir a linchar a los terroristas cuando ya no sean una amenaza porque un pueblo al que se le ha hecho vivir agazapado no perdona tan fácilmente.

La dinámica de ETA es irreversible: su desaparición por marchitamiento de una organización que se está dividiendo, cuyos presos no aguantan mucho más y que no tiene ningún tipo de salida política. Sólo hay que perseverar para que se seque como una pasa al sol.