Esta es una pelea por la escasez: la mayoría de los electores no irán a las urnas y ganará el que consiga que algunos más de los suyos no se queden en casa o se abstengan de ir a la playa. La explicación es múltiple: de una parte, los españoles han perdido el encantamiento europeo; probablemente porque sus líderes no demuestran afecto por ese proyecto que objetivamente es apasionante. El Euro ha simbolizado una vida muy desigual, unos salarios bajos que no crecen frente a unos precios que sólo han detenido su carrera cuando los ciudadanos han dejado de comprar.

La campaña tampoco ayuda: la corrupción, independientemente de quien la practica, termina por salpicar a toda la clase política en su conjunto, y existe una terrible percepción de que la desafección de la política auspiciará nuevos populismos.

España se está italianizando. Todavía no hemos llegado al esperpento de Berlusconi haciendo fiestas con adolescentes en una carrera que tiene emprendida con el tiempo, convencido de que su cirujano estético de cabecera le acercará a la inmortalidad. Los arqueólogos saben mejor que nadie que la muerte a todos nos iguala.

Y ni siquiera la Ley de Memoria Histórica ha sido capaz de terminar la polémica de los desenterramientos: acabamos todos por tener la impresión de que las leyes se hacen sólo para promulgarlas, mientras en los concesionarios de coches preparan la salida de los stocks.

El próximo domingo no va a ir a votar mucha gente y los partidos se pasarán el día haciendo encuestas a pie de urna sólo para escribir cuanto antes el discurso de media noche en el que inevitablemente nadie habrá perdido; es una sensación falsa: vamos a perder todos.