Sería ya pasada más de la medianoche cuando sonó el teléfono. Me extrañó, pues a partir de las once u once y pico de la noche raro es que llamen a casa. Así que mientras me disponía a responder, dudaba entre pensar si se trataba de una urgencia, o de una llamada equivocada. Descolgué con la duda rondándome.

– ¿Sí? Dígame.

– ¿Está Josefina?

Respiré intranquilo: no era llamada certera, sino una equivocación. Todo en paz. Bueno, en relativa paz, porque luego lo que le asalta a uno es un sordo cabreo: por el error del que marca los números sin prestar atención, y te da primero el susto, y porque ha salido uno a escape, que esperaba una llamada que..., y no era esa, no era esa la llamada. En fin, dejemos el tema. Cosas...

– No. Ni tampoco Napoleón. Han salido de botellón. Precocidades, ya sabe.

Respondía así yo en un intento de venganza por la incomodidad de levantarme y responder a una llamada tonta. Quería burlarme del desaprensivo, o del descuidado, (¡Averígüelo Vargas!), individuo que no se fija bien en qué números marca.Y por errores así se lleva uno los telefonazos que se lleva.

Pero eso, al fin y al cabo, es nadería. Lo duro de la vida no son tales cosas, sino lo que más al fondo nos llega y no tiene remedio pues el tiempo acaba llevándose lo que nunca más retorna a pasar por nuestra puerta. Miré la hora, y estábamos ya en los veinte primeros minutos del siguiente día. "Ya es hoy", me dije. Y luego pensé que "¡vaya tontería: siempre es hoy!". Volví a la habitación y me disponía a meterme en la cama y seguir leyendo hasta vencer el desvelo, cuando volvió a sonar el teléfono. El fijo, no el móvil. "¿Será la llamada que espero?", pensé nervioso.

– Diga.

– Esto..., ¿podría dejarle un recado para Josefina? Es una urgencia.

–¿No le he dicho ya que se ha equivocado de número? Aquí no vive ninguna Josefina. Anote, por favor: "¡No llamar más al..." y enumeré los dígitos de mi teléfono con voz deliberadamente alta. A punto casi del grito.

– No se ponga usted así, señor. Pero no, no me dijo nada de quién viva ahí. ¿Es usted un solterón, tal vez? Su voz me habla de pasados los cuarenta y pico largos...

– ¡Váyase al cuerno!

Colgué cabreado. Mis decibelios de voz alterada han debido molestar a más de un vecino. Las paredes de estos pisos modernos y menos modernos son de papel de fumar: se oye todo. Desde los jadeos de los del 5º hasta las ventosidades del inquilino del piso de abajo. La incultura del ruido impera por todas partes, y el desprestigio del silencio debe estar muy asentado en estos pagos desde muy lejanos tiempos. Hay que lanzar una campaña que devuelva su brillo y le dé su caché al silencio. A todas horas y bajo toda circunstancia. O lanzar unos cursillos (¿obligatorios?) para un uso adecuado del teléfono: dos o tres llamadas erróneas, y ¡plás!, como los pins de los móviles, que al tercer error te dan un aviso. En esto, se me ocurrió una idea:

Me levanté. Tomé el fijo y miré el número del que me había estado llamando por error o por lo que fuera. Sonó largo rato: nadie cogía el dichoso aparatito. Iba ya a colgar cuando la voz del otro, un tanto adormilada ya, sonó aletargada:

– ¿Digaaa?

– ¿Sabe usted? Estamos cercados, rodeados. Nos asaltan a cualquier hora: a telefonazo limpio. ¡Y no soy un solterón, para que se entere! (Y colgué).