Hacía tiempo que Campos Reina no aparecía en algunos de los eventos literarios a los que acudía de vez en cuando por su amistad o admiración con el protagonista del acto y sobre todo para encontrarse con los escritores de la ciudad a los que él distinguió siempre con su cordialidad, su respeto y la lucidez de su conversación, definida por una inteligente socarronería y una excelente memoria. Juan Campos Reina padecía una dolorosa enfermedad que lo mantenía retirado de la vida pública, aunque seguía escribiendo con la fuerza y la ilusión que le reconocían sus amigos más cercanos, como Rafael Ballesteros. De hecho, andaba inmerso en una novela, en un ensayo y en una obra de teatro. Al igual que hizo Rafael Pérez Estrada, en sus últimos años, Campos Reina combatía el dolor, el desasosiego personal, la silenciosa e íntima certeza, con la escritura meditada y en fuga de la realidad. Como si la literatura fuese más eficaz que cualquier otro tratamiento y sobre todo la mejor manera de ir despidiéndose de uno mismo, de sus fantasmas, de sus sueños, de los personajes que, a buen seguro, rodean la cama de los que están a punto de marcharse para despedirlos con agradecimiento y también con la orfandad de quines se quedan sin padre.

Muy pocos sabían que Campos Reina estaba tan mal. Él siempre tuvo una imagen de hombre enfermo, aunque esa enfermedad parecía más bien el producto de un desencanto y un rechazo hacia los oropeles fatuos de la vida social y de las vanidades literarias. Tengo que cuidarme, solía decir cuando le preguntabas por el racionamiento voluntario de sus apariciones; añadiendo en la mayoría de las veces que un escritor es un hombre solitario, que ha de vivir hacia dentro más que hacia fuera. Aún así, se dejaba ver en la Feria del Libro, en algunas presentaciones de libros, en esos esporádicos actos que convocaban al resto de escritores malagueños, acompañado de su esposa, elegante, austero, dispuesto a conversar a través de un paisaje de la ciudad más que a sentarse a charlar delante de unas copas.

Éramos muchos los que considerábamos a Campos Reina un caballero del sur, un elegante hidalgo de la literatura que lo vinculaba a Galdós, a Voltaire, al barroquismo de un lenguaje andaluz cuyas palabras huelen y se saborean, igual que el aceite sobre el que solía decir que era una identidad, además de la auténtica sangre de la cultura mediterránea. Unas cualidades que, junto a la precisión de su prosa, están presentes en las obras que nos deja, en novelas como Santepar, Tango Rojo, El bastón del diablo y especialmente en la Trilogía del Renacimiento, protagonizada por la saga de los Maruján y de la que se sentía muy orgulloso por el respaldo de los críticos, por las ventas y por encima de todo por su propia exigencia crítica. Con su marcha es inevitable acordarse de otros compañeros que también se fueron, como Pérez Estrada y como Félix Bayón, miembros también de esa Hermandad del adversario en la que militamos los escritores que valoran el trabajo y el talento de los otros, al margen de compartir o no la amistad o los protocolarios convencionalismos sociales. Pero aunque sus amigos más cercanos y los que compartían su afecto y respeto nos quedemos sin su voz, siempre nos quedará la imagen de su porte enchalecado, la mirada limpia detrás de su lentes redondas y antiguas, su sonrisa inteligente y educada, los libros de los que nos habló y los que dedicó con una grafía serena, sencilla, elegante, como él era y será en nuestro recuerdo.