De un tiempo a esta parte es habitual que los políticos ofrezcan ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas. Pero también es cierto que propios periodistas llevan años tomando notas al dictado, igual que si estuviesen todavía en las aulas, sin fijarse en la manera en cómo les están diciendo los supuestos mensajes y sin preguntar cuestiones que no sean obvias. También se ha perdido el antiguo celo periodístico de decirle al político que sí, que muy bien, pero que no era eso lo que se le había preguntado. Lo normal es que pregunten poco, que la mayoría de sus jefes de redacción no les hayan instruido en qué tema debían meter los dedos y que una vez terminada la rueda de prensa en la que no han abierto la boca se arremolinen en torno al audaz compañero que se acerca al político cuando ya ha terminado la comparecencia. Y aunque estemos hablando de ruedas de prensa políticas, ésta actitud es extensible a otras parcelas informativas. También es habitual que las empresas de comunicación publiquen, mediante el método tecnológico del corta y pega, las notas de los gabinetes públicos y privados, sin molestarse en cambiar las palabras, en contrastar o en extender la información más allá de la que han recibido. Tampoco es habitual que en las radios y en las televisiones escuchemos o veamos a un periodista preguntando; se nos da el corte o el total de la información, sin más. Y aunque apenas se hable de ello, en el ámbito de la prensa se sabe bien que los políticos y los representantes de otros sectores de poder suelen preguntar a los de su equipo quién es ese o aquel periodista molesto y para qué medio trabaja. Lo mismo que se sabe que después llega la consabida llamada telefónica de advertencia e incluso la petición de una cabeza cortada que en ocasiones es servida en bandeja. El resultado de todo esto es una información pobre, poco diferenciada, con escaso rigor, que incumple la función del periodismo y que el ciudadano se traga sin plantearse dudas, igual que si fuese un dogma de fe. Esta es una de las razones, al margen de otras derivadas de la pura economía, por la que los periódicos han dejado de venderse y de ser una veraz fuente de información.

Hace unos días he tenido la ocasión de charlar con periodistas de edad, supervivientes en la cuerda floja de la crisis, que han visto cómo compañeros con muchos años en el tajo y una solvente reputación eran despedidos por jefes jóvenes, cuya trayectoria no cuenta con ninguna exclusiva ni otro mérito que no sea el de ser fieles ejecutores de la empresa. Muchos de estos periodistas hacían referencia a la extendida advertencia empresarial de que con su sueldo pueden pagar a tres redactores mileuristas, manejables y que no cuestionen. Da igual que no tengan experiencia, requisito primordial en esta profesión, ni vocación ni una imprescindible agenda de contactos y suficiente credibilidad para que le levanten el teléfono. Estos plumillas de la vieja escuela también han sido instruidos en que tiren más de teletipos de agencia para ahorrar gastos. Y por supuesto en que, cuando acudan a la comparecencia de tal o cual político, no les toquen las narices porque la escasa publicidad institucional sigue siendo una necesaria y delicada tabla de flotación. Por esto no resulta extraño que el presidente Zapatero haya increpado a la periodista, Pilar Santos del Periódico de Cataluña, por preguntarle si se sentía capaz de liderar a Europa en la salida de la crisis, cuando el paro continúa inundando y congelando España más que el temporal. En la actualidad la creciente y perniciosa contaminación de amarillismo, el éxtasis cibernético, el que cualquiera de autoproclame periodista y la evidencia de que la ignorancia es más manejable que el criterio han convertido el periodismo en un ejercicio en extinción, con el peligro que supone para el progreso de la sociedad tener una información sobre la realidad y los hechos que viene ser el resultado del conocido desnivel de la Eso, del predominio de intereses de las cocinas del poder y del objetivo de convertir la información en un mero entretenimiento o espectáculo. Asín están las cosas y así se las he contado.