En tiempos del cuplé se decía que "fumar es un placer" y quizás entonces viajar en el Orient Express también lo fuera. Recuerdo el aeropuerto de Palma –el viejo Son Bonet– cuando unos simples setos de flores separaban a los espectadores –porque entonces los había– del aparcamiento de los aviones. Uno bajaba , caminaba unos pasos por la pista y abrazaba a la familia que le esperaba. ¡Qué lejano queda aquello!

Viajar es hoy una lata. Siempre lo ha sido en Navidad y Semana Santa cuando pilotos, SEPLA, controladores, AENA y hasta taxistas se esfuerzan en estropearnos las vacaciones, distribuyendo el esfuerzo para no coincidir: tú este año, yo el que viene…Últimamente la nieve también contribuye a facilitar los viajes navideños ya sea porque nos cae encima o porque nieva copiosamente en latitudes más lejanas, provocando un caos que se extiende por todo el espacio aéreo como las ondas de una piedra en un estanque. Será cosa de la globalización combinada con el cambio climático.

A todo lo anterior hay que añadir los fenómenos particulares que contribuyen al desmadre de fin de año, dejando en tierra a gentes con frecuencia humildes: esta vez ha sido Air Comet pero lo esencial es que todos los años se repite.

Y por si fuera poco, desde los atentados de Nueva York en 2001 han aumentado de tal forma los controles que hoy en día subir a un avión es una pesadilla que aceptamos en aras de una mayor seguridad colectiva aunque en el fondo pensemos que mucho de lo que se hace es más para cubrirse si pasa algo que por su eficacia intrínseca. Hay lugares donde te descalzan mientras en otros aeropuertos te quitan el cinturón y el reloj. El otro día en Barajas asistí a una escena tronchante en la que un guardia civil insistía en quitarle en castellano el turbante a un sikh que no se dejaba en inglés. Lo juro. Intenté echar una mano pero no había espacio para la mediación.

Pero eso no es nada en relación con la que se nos ha venido encima por culpa del nigeriano ese de las narices que quiso volar un avión (y no limitarse a volar en avión) entre Amsterdam y Detroit el pasado 25 de diciembre. El tipo había recogido un explosivo pastoso en Yemen, se lo había colocado entre los testículos y trató de activarlo con una jeringuilla en pleno vuelo. Nos ha salvado que es un chapuzas como el del zapato de hace unos años. Pero un día a alguien le saldrá bien y por eso, ante esa convicción, se están tomando hoy medidas de control que hacen que subir a un avión sea una experiencia aún más desagradable. El otro día tuve que hacer una segunda cola de 85 minutos en la misma puerta del avión que debía llevarme a Nueva York para volver a revisar mi equipaje de mano y cachearme a fondo, aunque no tan a fondo que hubieran podido descubrir un explosivo si lo hubiera guardado en el mismo lugar que el jodío nigeriano…Salimos con más de dos horas de retraso y de milagro no perdí mi conexión en JFK. Otros no tuvieron tanta suerte.

En Estados Unidos (los americanos soportan mejor que los europeos estos recortes de libertades individuales) se ha anunciado ya la compra de 300 equipos de escáneres corporales –a un precio astronómico– que le dejarán a uno con las vergüenzas al aire ante los agentes de seguridad. No es un método infalible porque no detecta los objetos que se introduzcan por los orificios naturales del organismo y porque además son tan caros que solo se podrán instalar en algunos de los 2.100 aeropuertos de los mismos Estados Unidos. Sin contar con los rayos que emiten y sus eventuales efectos sobre viajeros frecuentes u otras cuestiones, aún más delicadas, que tienen que ver con el derecho a la privacidad.

El futuro que nos espera será viajar en pelota todos, quizás con una bata verde de esas que dan en los hospitales y que deja el trasero al aire como le ocurría a Jack Nicholson en aquella película de la viagra. Claro que por solidaridad la medida debería aplicarse también a pilotos y azafatas. Y ya puestos, yo pediría que también se les aplicara a los controladores, que según el ministro de Fomento cobran el doble que sus colegas europeos.

Lo que pasa es que los terroristas no son tontos y la experiencia muestra que aprenden de sus errores y los corrigen, buscando cómo sortear las medidas que vamos adoptando. Estamos de acuerdo en que hay que ponérselo lo más difícil posible, pero sin histerias y sabiendo que un 100% de seguridad no sólo es inalcanzable sino que si una sociedad lo lograra instauraría un régimen tan policial y orwelliano que no valdría la pena vivir en ella.

Así que ¡desnúdese, que despegamos!

* Embajador de España en EEUU