Aunque fue pionero de muchos movimientos de vanguardia, desde la abstracción hasta el cubismo, el artista checo Frantiseck Kupka (1871-1957) –noventa de cuyas obras, procedentes de los fondos del George Pompidou, pueden verse en el Museo Picasso de nuestra ciudad– no es demasiado conocido. Tal vez porque ya en vida rehuyó los centros de poder estético o porque, resistiéndose a la institucionalización de sus hallazgos creativos, la dio la espalda a las sucesivas etiquetas que intentaron colocarle los críticos y los otros animales sueltos de la sociología artística, algo por lo que estos le llevan pasando factura desde entonces. Como muchos de los más importantes artistas de la primera mitad del siglo XX, Mondrian o Kandinsky entre otros, fue, en sus inicios, seguidor de corrientes espiritistas y esotéricas (llegó a pagarse los estudios de arte en Praga y Viena ofreciéndose como médium), una incómoda influencia ésta en el arte contemporáneo, y de la mano de éste en los diversos totalitarismos de la época, muchas veces señalada pero aún no lo suficientemente estudiada por los eruditos. Cuando, con treinta años recién cumplidos, se muda a vivir a un suburbio de París se hace amigo de sus vecinos artistas, tres hermanos (uno de los cuales es Marcel Duchamp, aunque se llevaría mejor con Jacques Villon) con los que intenta diversas aventuras filosófico-estéticas, entre ellas la que bautizan como La Sección Áurea. Ya en este tiempo a Kuka dejan de interesarle los fenómenos paranormales y místicos, al menos declarada y formalmente, y comienza su entusiasmo por las leyes físicas y naturales y por las máquinas, lo que le lleva a estudiar a fondo materias como la óptica, la electricidad, la astronomía o la anatomía de los seres vivos.

De la paraciencia a la ciencia, del orfismo a la geometría: el resumen de un itinerario que no agota la complejidad fascinante de un artista que fue muchos artistas y que de manera inexplicable, y hasta donde sé, nunca había tenido una exposición individual en nuestro país (ésta de Málaga se vio antes, hace pocas semanas, en la Fundación Miró de Barcelona). Una buena oportunidad, por tanto, para adentrarse en un mundo que, al contrario que los de la mayoría de sus compañeros de generación, puede contemplarse sin los prejuicios de decenios de bibliografía exhaustiva y de minuciosa hermeusis. Kupka no es, por ejemplo, ni Picasso, ni Duchamp, ni Dalí, ni Magritte ni Klee, es decir, autores sobre los que, por haber tanto comentado y pensado y cotilleado, es difícil decir nada nuevo porque en ellos, sobre todo, es casi imposible ver nada nuevo: autores que se han solidificado en códigos interpretativos tan sólidos que nos dejan fuera de ellos, que nos expulsan como individuos y como diferencia, y que, en última instancia, nos prohíben quedarnos a solas con sus obras, que nunca podrán ser nuestras porque hace tiempo que forman parte de esa abstracción, de la que sacan tan buena tajada las casas de subastas, llamada Patrimonio de la Humanidad o, más sencillamente, Cultura. Con Kupka todavía no pasa esto, al menos en España, y por eso, y por haber sido una figura clave e irreductible de los movimientos de las primeras vanguardias, su obra puede servirnos para disfrutar descondicionados y felices de los orígenes del arte contemporáneo, además de para abismarnos en las obras concretas colgadas en las salas del Museo Picasso. Una suerte y un regalo que nadie debería perderse.