Falta un compromiso auténtico para extirpar la corrupción política. Desde el inicio de la Transición, todos los partidos han llevado en sus idearios propuestas para controlar este problema y han enriquecido la legislación con medidas y más medidas. Paralelamente no han dejado de estallar nuevos casos, cada vez más bochornosos y rescatados. Basta con volver la vista atrás a las noticias de esta semana. Es como una maldición, como si en vez de consolidar el buen gobierno la adulteración económica se enquistara en la raíces de la democracia. La cuestión no es quién cometió la tropelía más gorda sino cómo eliminar tanta suciedad del sistema. Los ciudadanos tienen una urgente obligación social: desmarcarse sin ambigüedad de los corruptos.

Suecia lidera desde hace mucho la clasificación mundial de transparencia, un indicador que mide la corrupción política. En los últimos años sólo se han documentado en el país nórdico dos sobornos. Uno, por el pago de unas vacaciones a un líder local. Otro, por el envío de unos regalos de poca monta a un político. Qué diferencia con España, donde los escándalos de servidores públicos y dinero ilícito se repiten cada vez con más frecuencia. Los fondos sustraídos en nuestro país en la última década, sólo en los casos que llegaron a los juzgados, suman 4.200 millones de euros.

Y un alto porcentaje de esta cifra se debe a la corrupción política que durante años se ha vivido en varios municipios de la provincia de Málaga. El GIL creó escuela en Marbella y algunos alcaldes y políticos vieron en él un modelo a seguir sin que los partidos actuaran con rotundidad ante la menor sospecha de corrupción. Málaga tiene el dudoso honor de ser una de las provincias españolas donde más alcaldes y cargos públicos están implicados por casos de corrupción, aunque también es cierto que una parte de ellos lo están por conflictos menores de licencias urbanísticas. Hasta ahora la respuesta de los partidos ha sido mantener a sus cargos imputados e incluso a los que ya se les ha abierto juicio oral en vez de apartarlos y condenar públicamente esas corruptelas.

No es un virus que quepa achacar a la picaresca española. El mal corroe muchas democracias avanzadas. Y la lista negra alcanza en proporción similar a personas de izquierdas y de derechas, en poco cabe diferenciar sus perversos comportamientos. Ningún bando está capacitado para dar lecciones de pureza.

La corrupción la pagamos todos. El ciudadano tiene que ser consciente de que quien se corrompe le está robando. Nadie tolera que le saqueen la casa, y protesta. El mismo clamor social debería trasladarse a la calle para erradicar este cáncer.

El hedor alcanza a una minoría. No se puede condenar a toda la clase por una manzana podrida. Pero resulta evidente que la capacidad para controlar estas situaciones se ha debilitado. La mitad de los españoles, según las encuestas, considera que la corrupción crece. También la mitad, escéptica, duda de que pueda plantársele cara. En cambio los ciudadanos no parecen preocupados en exceso con estos abusos: apenas los destacan entre los principales problemas y casi nunca los castigan en las urnas. Los estudios de los politólogos revelan que mientras no haya condena, la mayoría de los salpicados repite en el cargo e incluso se refuerza.

La predisposición a incluir la corrupción en la lucha política diaria hace que estos casos se empiecen a percibir como un aspecto cotidiano de la rivalidad entre partidos, cuando no como una conjura inducida de manera artificiosa para deteriorar al oponente. Quizá por ello la sociedad asume tanta escandalera como inevitable e indisoluble de la vida pública. Y eso es muy peligroso. La gran trampa es practicar el juego de las comparaciones con la vana esperanza de demostrar que la verruga propia es menos deforme que la del rival de turno. Con esa táctica, los dirigentes premian el oportunismo y castigan la honestidad y la honradez.

No importa medir qué caso es más doloroso porque todos son igual de intolerables. Quien escamotea diez mil euros o se forra con cien millones traiciona el pilar central de la democracia: la confianza vicaria que los electores depositan en sus representantes. Contra eso sólo caben actitudes de rechazo radicales. Por absurdas connivencias partidistas hay resistencia a esclarecer con prontitud los hechos oscuros y a defenestrar a los culpables.

El español Víctor Lapuente Giné, profesor en la universidad sueca de Gotemburgo, sostiene que la corrupción abunda por el alto número de empleados que deben su cargo a un nombramiento político: "En una ciudad media española los salarios de cientos de personas dependen de un partido. En una europea, sólo dos o tres". Eso teje un manto de silencio y de complicidad sobre los comportamientos ilícitos que explica por qué situaciones aberrantes, y evidentes a simple vista, no se atajan en hora. Puede que haya dado en el clavo. Estamos hartos de comprobar cómo aumentan los cargos de libre designación. Cómo se realoja en canonjías a los relegados. Cómo las administraciones se convierten en un coladero de acólitos. El mérito y la capacidad se arrinconan.

Disponer de los recursos públicos es una responsabilidad tan delicada que debe ejercerse con más escrúpulo que si fueran propios. No hace falta implantar filtros y más filtros –Suecia tiene la legislación más escasa en esta materia–, basta con ser intolerantes con los corruptos y con tener la firme voluntad de aniquilarlos al primer síntoma. Mientras los partidos prefieran a su lado a dóciles incompetentes antes que a díscolos competentes la batalla será dura.

Enseñó en renglones dorados un didáctico Gracián que "la costumbre disminuye la admiración, una mediana novedad suele vencer a la mayor eminencia envejecida". Regenerar la política significa llenarla de frescura y novedades, una necesidad inaplazable para asfixiar tanta inmundicia.

No se entiende que persistan listas cerradas. Los elegidos rinden cuentas a los partidos nunca a sus propios electores, que son quienes les invisten. No se entiende que los mandatos sean ilimitados y conviertan la actividad pública en funcionariado. Las posiciones políticas las determina el lado al que se está de la poltrona, no lo que es justo. No se entienden las opacas cuentas de las organizaciones. Todas comen en la oscuridad por más que proclamen su condición de impolutas.

Mientras las necesarias reformas no demuelan estos vicios la calidad de nuestra democracia será baja y los golfos seguirán moviéndose a capricho.