El fútbol es capaz, pese a su simplicidad o gracias ella, de construir una realidad tan rica en matices como la realidad misma: ésta semana se ha visto, pegadas a la piel de equipos españoles, una victoria triste y una derrota jubilosa, la del Barcelona y la del Atlético de Madrid respectivamente. El fútbol, tan denostado por quienes no deben soportar que haya algo en la vida que proporcione placer a tanta gente, consigue representar los dramas de la realidad de modo incruento y volandero, todo lo contrario, por ejemplo, que la política, que en el caso de la que se suele hacer aquí tiende a multiplicar esos dramas o a crearlos directamente.

La gente del Barcelona ha sufrido ´de verdad´ una tragedia ´de mentira´, y si a primera vista eso puede parecer absurdo, piénsese que al ser ´de mentira´ el drama, no tiene, más allá de la contrariedad emocional momentánea, otras consecuencias para las personas. La política, en cambio, sí las tiene, y sus partidos no son como éstos que se juegan en el Camp Nou o en Amfield a tope de inocencia y de emoción. La política sí puede enfermar, y matar, y enviar al paro, y romperle a uno la familia, si quienes la juegan la desprecian y se ciscan en ella. La del gobierno de Camps, sin ir más lejos, sigue salpicando oprobio según van desvelando las investigaciones judiciales relativas a ´Gürtel´: el dinero público iba a parar a los bolsillos de los amiguetes, que correspondían a sus benefactores con regalos tan sucios como horteras. Se trata, ésta de la política en malas manos, de un drama ´de verdad´ tan terrible que incluso no provoca en muchas de sus víctimas un sufrimiento ni de verdad ni de mentira, a tenor de los sondeos que sugieren que Camps y los suyos volverían a ganar las elecciones.

El fútbol, contra lo que se cree, no atonta, pero el simulacro de la política, sí. Hiere y atonta. O primero atonta y luego, anestesiado el sujeto, le hiere. En ella no hay ni victorias tristes ni derrotas alegres, sino sólo un desierto en el lugar de la decencia y la civilidad.