Hay un momento en tu vida en que se te cae, inesperadamente y por primera vez, uno de tus ídolos. Sufres tu primera frustración porque pensabas que los ídolos nunca mueren. Pero te das cuenta de que ellos también son débiles, como tú, y también fallan, como tú, y también se caen como nos caemos todos. Sucede en la política y en el deporte. En el amor. En la amistad. También en la literatura, en la música. El tiempo es demoledor. Hace que el óxido triunfe sobre el brillo, que la decencia termine cediendo a la audiencia y que el dinero se imponga a la honradez. Y rara vez ocurre lo contrario. Lo único que puede contra el tsunami del tiempo es la fe que, pese a todo, mantenemos, con distintas y oscilantes temperaturas, en determinados anhelos y esperanzas.

Son sensaciones que arrastras y te preocupan desde tiempos juveniles, cuando, de manera simultánea, se robustecen creencias y se pierden ingenuidades. Pero como la fe basa su solidez en la irracionalidad, avanza tu vida y mantienes a todo trance la creencia en determinada gente, en sus gestos, en sus aparentes valores, en sus promesas públicas, en sus mensajes de esperanza, aunque, tarde o temprano, te asalten dudas sobre su impostura o su falsedad.

Las dudas comienzan cuando se te vienen abajo estrepitosamente aquellos héroes que, habiéndote deslumbrado al derrotar en la sierra al capitalismo salvaje, se nos han convertido en unos carcamales de cartón piedra, anclados en la regresión más lamentable, atrincherados en los muros de la contumacia senil, aprisionando a todo un pueblo ansioso de libertad. Y pierde fuerza tu fe al ver que también caen algunos rebeldes literarios con causa, modelos de rompedora arquitectura narrativa, innovadores del estilo, devenidos hoy en escribidores del conservadurismo más convencional. O cantautores de cuevas e impudores, que arribaron al éxito que tanto odiaban, dejando en el camino la aureola de la crítica lírica y popular. Pero la fe, insisto, no deja nunca de asistirte, porque si no se te acaba todo, y es así como se mantienen en el panorama en el que vives otros ídolos que renuevan tus esperanzas, gente a la que estás dispuesta a seguir porque la crees de verdad.

Me resulta muy gratificante ver, en medio de un tiempo político de más truhanes que señores, que gente de mi generación, con pelo cano y empeño firme, ande todavía con sus viejas ideas a cuestas, pregonando decencia y manteniendo un raro prestigio profesional, en papeles, pantallas y micrófonos. Son admirables, pero se les contempla como raros especímenes de una época superada. En los tiempos en que se gestaba la democracia que ahora tenemos, a las ideas las llamábamos ideales, o valores, o fe en un futuro mejor, no sé, pero el caso es que queríamos creer en algo, y de hecho creíamos en cosas que terminaron llegando. Sin ningún mérito añadido que el de afrontar cada día como buenamente podíamos el reto de abandonar un sistema represor para entrar en un sistema de libertades, fuimos andando el camino, creyendo a quienes nos decían que íbamos en la dirección correcta. Hoy, porque sabemos que seguimos necesitándolos, reclamamos de nuevo a otros ídolos más veraces y creíbles, menos tramposos que los que tenemos; líderes que nos ilusionen otra vez y, sobre todo, que quieran librarnos de verdad de esta pesadilla económica, política y social en que vivimos.

Pero me temo que va a ser muy difícil. Sólo obtendremos señales de humo de sus buenas intenciones cuando nos pidan otra vez el voto. Entonces nos prometerán por enésima vez que si les firmamos en blanco acabarán con el paro. Nos llenarán la cabeza de pájaros. Nos entusiasmarán y nos harán bailar y cantar cuando asistamos entusiasmados a su victoria. Volveremos a tener fe, qué duda cabe. Aunque, pese a que tengo demostrado ser persona optimista, no puedo sustraerme a contarles, muy sintetizado, un viejo y descorazonador cuento que, aún siendo una bastedad por la que pido perdón, resulta muy ilustrativo. A un buen ciudadano con la piedra al cuello, desesperado, traicionado, arruinado, acabado, se le apareció súbitamente un tipo mal encarado que le prometió larga vida y felicidad si firmaba con él un pacto diabólico. Agáchate, le dijo. Firmaron. Luego le preguntó: ¿cuántos años tienes? Tantos, le respondió la víctima. ¿Y todavía crees en el demonio?

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