Hace cien años, el cometa Halley apareció en el cielo para recoger a su hijo humano. Se llamaba Samuel Clemens y nació, setenta y cinco años antes, junto al Mississippi. Fue en una noche marcada por la aparición de ese cuerpo celeste compuesto de hielo, rocas y gas que viaja como un enigmático riverboate por el río lácteo. Quién sabe si esta mágica coincidencia, propia de una novela de ciencia-ficción, marcó la vida del pequeño huérfano que fue aprendiz de imprenta, piloto de un barco de vapor, buscador de oro, emprendedor empresario sin suerte, periodista, conferenciante y escritor de numerosas novelas entre las que sobresalen Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Hucleberryfinn. Dos maravillosos libros con los que creció, durante años, la imaginación de muchos niños para los que la fantasía y la aventura corrían descalzas por la orilla de un río cinematográfico y por el laberinto de los pantanos. Esto sucedía en la época donde no existían los videojuegos con curas pederastas, explotadores laborales y mujeres que fingen orgasmos, entre otros protagonistas de Molleindustria, que han ido atrofiando la capacidad imaginaria de los más jóvenes. Esos chicos que en la ciudad y en los pueblos han perdido la capacidad de jugar con la naturaleza, atreviéndose a construir una cabaña secreta, a saber elegir las ramas más idóneas para hacerse un arco o a orientarse con la única brújula de las estrellas y el lenguaje norte/sur de los árboles. Hace mucho tiempo que los libros de Mark Twain no se encuentran en las librerías, ni siquiera en las ediciones de bolsillo. Tampoco en estos días, en los que se cumple el centenario de la muerte del escritor, se han reeditado sus títulos más célebres ni las cadenas de televisión han desempolvado de sus archivos la película de 1944 de Irving Rapper en la que Frederic March interpretaba la fabulosa vida de este autor al que Faulkner, Hemingway, Saul Below y otros ilustres maestros, consideraron el padre de la novela moderna norteamericana y un atractivo personaje de sí mismo. Igual que Jack London, otro autodidacta escritor e indomable aventurero, desterrado del imaginario lector de los adolescentes cuyas aventuras sólo transcurren en el tuenti y en el videogame.

Pero volviendo a Mark Twain, seudónimo de la expresión que aludía a la profundidad de dos brazos necesaria para navegar en Mississippi, es importante destacar la lucidez de sus críticas al sistema de su tiempo. En sus novelas, en sus artículos y en sus conferencias, nunca dejó de manifestar su opinión contra el racismo, la segregación, el odio, los excesos y la corrupción política de su tiempo y de su país. Los viejos males del mundo que nunca pasan de moda y que actualmente han vuelto a irrumpir en el cielo doméstico, como ese Halley que va y viene cada 75 años. Han pasado más de cien desde que Mark Twain señaló la falta de escrúpulos de los políticos, los males del capitalismo, los sinsabores de la vida humilde y el peligro del hombre que corrompió a un país. Un siglo después las cosas apenas han cambiado. La corrupción, los excesos, el egoísmo, la envidia, la mediocridad más mediocre continúan siendo la alquimia de la piedra filosofal de esta sociedad que navega a la deriva. Mark Twain, Mark Twain, gritan los que miden la mínima profundidad de las aguas en las que España está a punto de encallar, sin que nadie sea capaz de gobernar el barco de una economía de subsistencia, subsidio y acojone. Lo certifican esos cinco millones de parados a la vuelta del verano; Málaga a la cabeza del paro; la falta de una política madura que haga frente común en lugar del constante acuse de recibo; el pensamiento cejijunto de una sociedad civil cada vez más miedosa y sin imaginación. Con esta fotografía digital de la realidad actual, lo extraño no es que no se lea a Mark Twain ni tampoco a Montesquieu. Lo extraño es que sigamos apostando si la Liga la ganará el Barca o el Madrid, creyendo que la nueva reforma laboral será un torniquete eficaz contra la crisis que nos desangra y que después de todo esto es parte de la aventura de vivir.