El escandaloso asunto de los ejecutivos de empresas estadounidenses en quiebra que, después de recibir ayudas del Estado para evitar su desplome, se repartían cantidades millonarias bajo la forma de gratificaciones no es único, ni extraño, ni insólito. Por desgracia, es un modelo que se repite a lo largo y ancho de Europa y, naturalmente, a lo largo y ancho de España.

Siempre se ha dicho que las etapas de crisis económicas son momentos en que las clases más desprotegidas llegan a bordear la miseria, mientras las grandes fortunas, aliadas con la elemental picaresca, pescan de manera abundante en el río revuelto.

Los sindicatos pronuncian condenas genéricas al empresariado, pero echo en falta un libro serio donde aparezca un listado de esas empresas que han exigido una reducción de plantilla, o han exigido o puesto en marcha una reducción salarial, mientras los dividendos de los consejeros se engordan y aumentan, en manera inversa e injustamente proporcional.

La paradoja de ejecutivos que, a medida que las empresas que gestionan se arruinan, ellos aumentan su fortuna personal, es uno de esos disparates que el sistema asume con una discreción tan cómplice que resulta impúdica.

Si a ello añadimos la antiestética y grosera figura del consejero de la empresa (a la que no debe aconsejar muy bien, porque camina hacia el desastre) a la vez que cobra por sus servicios, no de consejero, sino como asesor financiero o como letrado, o como lo que sea, es un dislate que ofende al sentido común, aunque no parece que ofenda a los mansos accionistas que pagan, en último término, las minutas millonarias. Estas groseras formas de actuar nadie las denuncia, porque casi todos estamos acobardados por conservar la limosna de un puesto de trabajo que estos derrochadores de lo que no es suyo terminarán por destruir.