La operación a pulmón abierto de un paciente de 72 años, que preside una gran empresa, ofrece razones sobradas para que su sucesor se halle en las proximidades del puesto de mando o del enfermo. Esta regla de validez general se acentúa si el heredero del cargo es un familiar, a quien se le supone una sensibilidad especial hacia el trance quirúrgico y hacia las consecuencias de la obligada suspensión del ejercicio de la responsabilidad. Sin embargo, el Príncipe no estaba en el hospital, ni en Madrid, ni siquiera en España, durante la intervención programada de su padre, que no es exagerado calificar de riesgo pese al feliz desenlace.

En el magma decimonónico de la Casa Real –que hurtó la inminencia de una operación de envergadura a los ciudadanos–, será imposible dilucidar quién alumbró la genial idea de que el heredero de la Corona asistiera al momento biológicamente más peliagudo de la monarquía desde la confortable distancia de Costa Rica, famosa por sus parques naturales y con una nube volcánica de por medio. La indefinición normativa sobre el traspaso de responsabilidades y sobre las funciones del Príncipe, así como la falta de experiencia en tránsitos dinásticos, no disculpa sino que agrava la inconsciencia de La Zarzuela.

Salvo que no haya azar, y que se actuara con deliberación para zanjar confusiones. Se trataría de patentizar que el Príncipe no reina, ni siquiera interinamente. La Zarzuela piensa que no está capacitado para ese desempeño, en contraste con una elevada proporción de españoles. Puede argumentarse que la función primordial de la monarquía consiste en mantener la apariencia de normalidad, pero cuesta hablar de rutina tras una intervención que requiere una rueda de prensa posterior con cuatro doctores. La operación en Barcelona ha tenido efectos secundarios en Madrid y ha revalorizado el papel simbólico del Rey, el hombre que no sólo derrota a la enfermedad, sino también a los malos presagios. La herida también confirma que al Príncipe no le dejan reinar, ni ocasionalmente.