José Antonio Garriga Vela lleva muchos años matando a su padre sin sentirse culpable. En decenas de artículos periodísticos, en un puñado de cuentos y en varias novelas el padre de Garriga Vela muere después de protagonizar algún episodio memorable. Innumerables muertes que tienen un doble propósito: poderle resucitar muchas veces, es decir, poder arrebatárselo a la muerte para que no sea ella la que tenga la última palabra (ni sobre su padre ni sobre nadie); y usarle como espía más allá de las líneas enemigas, que hierven de sufrimiento y de tumbas, para que, con la información que él pueda proporcionar a su hijo cada vez que le haga revivir sobre una página en blanco, éste pueda defender la vida con más garantías de éxito. El padre de Garriga Vela era sastre y Garriga Vela es escritor, dos oficios lentos con los que la muerte, tan impaciente y vertiginosa, no sabe bien qué hacer. La prueba es ese padre que no termina de morirse nunca a pesar de haber fallecido infinitas veces y ese hijo que, según confesión propia, exorciza su miedo a la muerte escribiendo. Una ceremonia que Garriga Vela reproduce en su último libro, ´El anorak de Picasso´, en el que su padre, uno de los fantasmas más tangibles de la historia de la literatura, vuelve a morir en reiteradas ocasiones (después de hacerle un anorak a Picasso, de ahí el título, o de coser el vestuario de una película sobre Tánger rodada en Málaga) sin que se le borre la sonrisa o haga llorar a nadie: a estas alturas todos sabemos, padre, escritor y lectores, que pronto lo volveremos a ver atravesando los muros del castillo de otro capítulo de la obra de su hijo.

Garriga Vela hace esto con su padre y en ocasiones con otros personajes menores de sus textos, un modo de crear desconcierto en el bando de los muertos y de desmoralizar a la todopoderosa muerte, la cual, antes de enterarse de lo que está pasando, ve cómo es desposeída de sus trofeos. Una victoria de la imaginación y del azar, que dibujan juntos el perímetro de la vida, sobre la realidad, que es el refugio de los cobardes y de la muerte. Por eso Garriga Vela encuentra maravillas donde otros sólo encuentran fango, polvo sobre los ojos, despojos o nada: porque su fe en la vida y su amor a la literatura no conocen fronteras. El resultado, gracias a estas cualidades que tanto él como sus libros rebosan por los cuatro costados, es espectacular: novelas, cuentos, artículos y ensayos que le atrapan a uno y le mejoran, escenas en las que caben varias biografías, seres certificados e inventados mezclando sus funciones en un hipnótico baile de máscaras que borran la demarcación entre la ficción y lo histórico, lucidez sin arrogancia, empatía no invasiva y respetuosa con los sentimientos ajenos, generosidad, atención, poesía, ritmo, gracia, toda la luz del mundo, y una inteligencia llevada con tanta naturalidad, y con tanta dulzura, que a ver quién se pone a rebatirla.

Garriga Vela mata a su padre para que siga vivo, para seguir vivos los dos: el sastre, que le dio la vida al escritor, y el escritor, que le devuelve el don dándole muchas veces la vida al sastre. El hijo, así, se convierte en el padre de su padre, una espiral de vida ante la cual la muerte, impotente, no puede hacer otra cosa más que largarse a realizar su trabajo a otros libros. Freud se hubiera desesperado.