En el penúltimo acto del harakiri político del presidente del Gobierno, la reforma laboral, se reconoce, desde luego, su drama, que no es pequeño para quien vive en gran parte de la imagen ver cómo se le rompe en mil pedazos, pero no conviene olvidar que ese drama es sólo uno más de los muchos que esmaltan de fúnebre color la situación del momento. Es más, el drama de Zapatero es seguramente de los pocos merecidos, pues en tanto la mayoría de los parados no contravinieron ninguna obligación laboral para verse reducidos a tan triste estado, y los jubilados nada hicieron para merecer la degradación de sus pensiones, el presidente sí ha hecho algo para atraer el desdoro a su nombre: ha faltado a su palabra.

Por ser fiel a su palabra, algo tan desusado como siempre cautivador, José Luis Rodríguez Zapatero se ganó el aprecio no sólo de quienes le habían votado. Dijo que sacaría a nuestras tropas de la carnicería de Irak, y lo primero que hizo fue sacarlas, de modo que pese al desgaste posterior, fruto tanto de sus errores como consustancial a toda acción de gobierno, atesoraba el galardón de la buena fama. La crisis, sin embargo, ha revelado lo que verdaderamente había en su personalidad política de sustancial y de teatral, quedando adscritos casi todos sus gestos a este último espacio: no hace seis meses daba su palabra de que mientras él fuera presidente no se recortaría el gasto social ni se atentaría contra los derechos y conquistas de los trabajadores, y he aquí que el Gobierno no sólo pasa por el aro de los adalides del despido tirado, sino que es él quien apremia para que los despidos improcedentes, es decir, los chungos, los inválidos, los ilegales, generen una indemnización a la víctima de 33 días por año trabajado, en vez de los 45 actuales. Pero sigue siendo presidente.

A ningún analista se le oculta que a nadie interesan hoy unas elecciones anticipadas: al presidente, por razones obvias; a Rajoy, por más obvias todavía, y a los otros, por aprovechar la actual coyuntura de debilidad gubernamental y sacar algo. Sin embargo, para quien cifra en la palabra su honor, y en ambos el crédito indispensable para seguir ahí, la cuestión es, cuando se ha traicionado la palabra, si quedarse a solas con su drama, asumiéndolo, o a solas con la poltrona y la soledad.