Si una cosa llama la atención al visitante extranjero que viene por primera vez a nuestro país, es ese señor mal vestido que le pide dinero por aparcar el coche en la vía pública. Es complicado hacer entender al visitante que no se trata de un empleado municipal, pero que conviene darle algo de dinero para evitar disgustos. ¿Disgustos? Sí, claro: si no pagamos, el coche puede sufrir algún desperfecto. Asombrado, nuestro interlocutor sugiere entonces, ingenuamente, que llamemos a la policía. ¡Qué simpático! Hay que explicarle entonces que no es una práctica legal, pero que nadie la persigue. El visitante no acierta a comprender. Pero bueno, pregunta, ¿esto qué es? Y esto, naturalmente, es España.

Andamos estos días muy entretenidos buscando símbolos para la crisis española, cuando a uno le parece que el símbolo lo tenemos delante: el gorrilla. Sin saberlo, con toda su modestia representativa, el gorrilla es el emblema de todo lo que funciona mal en nuestro país, un inmejorable resumen particular del desastre colectivo. Desde luego, es lamentable que una sociedad pueda ser explicada mediante una figura tan poco edificante, pero es lo que hay: el gorrilla es la metáfora suprema de España. Esto vamos a tratar de explicarlo inmediatamente.

La sola existencia del gorrilla supone un incumplimiento de la ley, porque ese señor no tiene atribuida función pública alguna. Es un incumplimiento cotidiano y normalizado, una pura inercia social que ya hemos hecho nuestra. En su lugar, emerge una legalidad paralela, que consiste en la sencilla norma –o pagas tú o lo paga tu coche– impuesta por ese improvisado legislador que es el gorrilla. ¡Su chantaje es ley! Por supuesto, esto sólo puede suceder porque los poderes públicos lo toleran: el gorrilla opera con desenfadada impunidad. Esto nos remite tristemente a otras épocas, a otras imágenes de España, a un país donde la aplicación de la ley es algo arbitrario, caprichoso, volátil. Repetimos estos días, ante nuestros socios europeos, que "España es un país serio". Pero, ¿puede un país ser serio y tener gorrillas? ¿Puede funcionar una sociedad cuyas normas son algo relativo? ¿De verdad podemos echar la culpa a los demás de que estemos como estamos?

Supongo que, si nuestras autoridades no acaban con el gorrilla, será por alguna razón bien fundada. Tal vez se crearían con ello más problemas de los que se solucionarían. En lugar de faltas leves, tendríamos delitos; alguna familia perdería su mínimo sustento; se desestabilizaría el mundo de la pequeña delincuencia; aumentarían los robos. Seguro que descubrimos, en fin, que la existencia del gorrilla refleja carencias más amplias y que tolerarlo es un mal menor, un modo de ir tirando sin crear mayores dificultades. No tenemos presupuesto, ni ganas, ni estómago para combatir las raíces del problema –subdesarrollo, subformación, desempleo– y entonces, como con tantas otras cosas, no hacemos nada. ¿Tanto cuesta dar unas monedas? Ahora bien, con eso contribuimos a crear una atmósfera social contaminada y a generalizar la falta de respeto a las normas que tanto nos aleja de los países civilizados. Se empieza por el gorrilla y no se sabe dónde parar: se construye ilegalmente, se tiran pipas al suelo, se pone música de radiofórmula en la Feria del Libro.

Un momento, un momento. ¿Países civilizados? Ya me llega la entrañable protesta del español, del andaluz, del malagueño:

– ¡Oiga! ¿Y si no queremos ser como Alemania, ni como Suecia? ¿No ha pensado que quizá toda esa severidad protestante de las normas y la educación no van con nosotros? ¿Que preferimos la felicidad al subdesarrollo? No, perdone, nosotros somos diferentes: a mucha honra. ¡Vivan las cadenas!

Ante esa posibilidad terrible –la de que preferimos nuestra ignorancia y nuestro retraso porque son nuestros– poco se puede decir.

No obstante, intentaremos decir algo. En estas columnas nos moveremos de lo local a lo global, de la anécdota a la categoría, para intentar explicar por qué las cosas son como son, que no suele ser por lo que creemos que son. Y lo haremos con escepticismo respecto a su posible utilidad, porque, a fin de cuentas, no se puede influir en la opinión pública de un país –España– que no tiene opinión pública. De modo que bastará con que un lector –¡uno solo!– encuentre algo provechoso en estos textos para que haya merecido la pena sucumbir a la vanidad de escribirlos.