Tengo una foto de Cristóbal Montoro encima de la mesa. He sometido su discurso a un examen sesudamente retórico, le he dado vueltas a sus propuestas y contraanálisis, me he empapado de sus gestos, de la prodigalidad de su corbata. Luego he hecho lo mismo con Rodrigo Rato. Recuerden. Primero la foto, más tarde la proyección de sí mismo y por último la idea, aunque no necesariamente por este orden. Ninguno de los dos aspira al Nobel. Lo único que he sacado en claro es las diferencias en cuanto a la capacidad para afianzar la nariz con infiltraciones velludas que una asesora de imagen no dudaría en calificar de indeseables. Eso es lo verdaderamente trágico de la crisis. No el vello, sino la falta de respuestas. La canallada del despido sin costes no se entiende como una medida reversible en función de quién gobierne. Cada vez existen menos opciones. Cayo Lara y su discurso automatizado y pedestre de burócrata sigue sin gustarme y Labordeta, que al menos representaba una opción razonablemente virgiliana, ha decidido colgar las botas. Foster Wallace estaba convencido de que el objetivo de muchos candidatos consiste en desanimar al electorado para jugárselo todo a la carta de los votantes clientelares y la teoría del menos tosco. Le he pintado un bigote formidable y euclidiano a la foto de ZP y otro a la de Montoro.