Hay una imagen en blanco y negro que se repite en los documentales de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo en aquellos que tocan la caída del Tercer Reich. Es un primer plano de la cara de un adolescente, casi un niño, con un ojo vaciado. Parece un frágil aprendiz de guerrero dentro de un enorme uniforme de la Wehrmacht. Un flequillo de escolar que le cae sobre la frente hace que la ausencia de ese ojo sea lo que domine en ese rostro demasiado joven.

De alguna forma esa escena podría haber estado en el último párrafo de Kaputt, la obra recién refrescada por la excelente traducción de David Paraleda. Pero Curzio Malaparte, el «arcitaliano» que buscó la belleza en los frentes del este de Europa, terminó su libro antes del hundimiento de Alemania. Por eso La Pelle, La Piel, vino después. Era la historia de la otra guerra. La de la derrota. La que dibujaba sus líneas de ataque sobre la cartografía de las pieles de las víctimas. Muy especialmente sobre los cuerpos de aquellas mujeres de la Campania napolitana, roturados por los ejércitos de ocupación.

El ser humano tiene una demostrada capacidad para poder saltar sobre el horror. Capacidad que la piedra o el cemento no tienen. La piedra o el cemento pueden ser el más dócil y también el más brutal de los esclavos. Pueden ser intensamente malévolos. Cuando no se les permite convertir el espacio en armonía.

Me llegan noticias sobre un rincón del Puerto de Málaga, la ciudad donde nací. Esa esquina, ese ángulo, aparece en viejas fotos familiares, amarillentas y aromáticas. Se guardaban en cajas de puros vacías. Las que nos regalaban en un estanco de la plaza del Carbón. Recuerdo una de esas fotografías. En ella los árboles del Parque de Málaga y el agua del mar, aprisionada por el Puerto, inmóvil como un espejo, eran nuestro lugar de encuentro, amable, verde y fresco en el erial de una Málaga siempre desconcertante. Para los que no teníamos nada, aquel ángulo, desde el que se tomaba el camino a La Farola era nuestro secreto jardín de Versalles.

Me dicen que se intenta desacralizar un rincón del alma de Málaga. Me temo que tienen razón. La prostitución del cemento es peor que la de los tristes personajes napolitanos de Malaparte. El cemento, al no tener los atributos del pan de la oda de Pablo Neruda, puede ser malvado. Me imagino que el espacio del ojo vaciado de aquel adolescente alemán iría recuperando pacientemente su humanidad. Con el paso del tiempo su rostro adoptaría el aire de un viejo y noble mapa, en el que aquel costurón tendría su acomodo. Al cemento la metamorfosis no le está permitida. Siempre se encierra, inmutable, como un dios rencoroso y bastante estúpido, en su propia cárcel. Siempre ocurrió así a lo largo de la costa, de este litoral fabulado, como lo llamaba Rose Macaulay. Pensé que nunca se atreverían a entronizar a esa hosca y estéril deidad en aquel rincón sagrado del Puerto de Málaga, mi ciudad.