Ahora que ha llegado el buen tiempo, nada más natural que sentarse en una terraza a tomar café o cenar algo. A fin de cuentas, Málaga es una ciudad que vive del turismo y es de esperar que se den las mejores condiciones para disfrutar del aire libre y ver pasar la vida. Otra cosa es que la vida pueda pasar, dada la cantidad de mesas que nuestros restauradores disponen felizmente en la calle y la poca calle que nos dejan libre; pero ésa es otra historia. Nos hemos sentado, hemos pedido algo, miramos alrededor. ¿Qué puede ir mal en la ciudad del paraíso?

Muchas cosas. Pero hay una que va mal desde hace mucho tiempo: quien se sienta en una terraza de esta ciudad no puede disfrutar de la más mínima tranquilidad. Durante el rato que aguante sentado, tendrá que soportar el tránsito incensante de un sinnúmero de músicos ambulantes y de una cantidad no menor de vendedores y mendigos, cuya técnica comercial es a menudo –digamos– agresiva. Naturalmente, la acumulación es el problema: mientras un músico compone una escena pintoresca, diez consecutivos componen una pesadilla.

Y, desgraciadamente, aparecen diez. Tan pronto como un acordeonista ha terminado una versión de Bésame mucho, llega un trompetista y se arranca con Strangers in the night, dejando el paso a un cantaor, a quien relevará una soprano, en un bucle interminable y disciplinado que dura mañana, tarde y noche. La música ambulante es la banda sonora de la Málaga peatonal y los ciudadanos son su audiencia cautiva. Entre tanto, además, han tratado de vendernos flores o artilugios chinos y nos han pedido dinero varias veces. Uno quería tomarse un café en Málaga y ha acabado en Tetuán.

Sigue la pregunta: ¿hay que aguantar esto? Lo cierto es que no. Estamos ante una verdadera irracionalidad colectiva: unos pocos molestan impunemente a muchos. ¿Será esto la tiranía de las minorías? Es una tiranía rentable, porque es evidente que quienes toman al asalto las terrazas obtienen beneficio suficiente para seguir haciéndolo. Echen cuentas: aunque el residente no dé nada, el flujo renovado de turistas asegura los ingresos. Alguien podría pensar que una ciudad turística se construye siempre a costa de los lugareños, pero no es verdad: también hay turismo en San Francisco, Londres y Berlín, sin que uno tenga que someterse a este desfile insoportable. Va de suyo que, si uno vive en el centro y tiene que someterse de continuo a eso las ordenanzas municipales llaman «saturación acústica», lo más razonable será perder la cordura. Y si se queja, oirá ese reproche tan habitual y tan curioso:

? Vivir en el centro es lo que tiene.

¡O sea, que quien venga a vivir al centro de su ciudad está obligado a volverse loco, sólo porque las autoridades no hacen cumplir las normas vigentes! Es llamativo ver a la policía hacer la vista gorda cuando pasa junto a un músico; y ridículo que al vecino se le sugiera llamar por teléfono a un agente si sufre una molestia, probado que los agentes llegan –como es natural– cuando el músico ya se ha ido. Y lo mismo vale para la mendicidad. Pero todo esto, ¿por qué? Es un misterio. Quién sabe qué lobby constituyen músicos, vendedores y mendigos, o qué intereses se protegen eludiendo este problema. Tal vez sea sólo la pura inercia mediterránea de no hacer nada. Aunque también hay quienes no gobiernan y quieren que todo siga igual, personas bienintencionadas que no soportan la idea abstracta de prohibir algo. ¡Eso nunca! Supongo que no viven encima de un bar.

En fin, nos costó diez años comprender que el derecho de los vecinos a descansar prevalece sobre el derecho de los jóvenes a emborracharse en la vía pública. Más que tolerantes, somos relativistas radicales: todo nos parece bien. ¡Qué difícil se nos hace admitir la necesidad de cierto orden! Hasta que llegan los jueces con sus sentencias o nos llaman desde Bruselas. A ver si esta vez no tardamos tanto en reaccionar y se ponen los medios necesarios para que vivir en el centro o sentarse en una terraza –sea uno turista o ciudadano– sea un placer y no un incordio.