Debió de ser en el otoño de 1966, en Yunquera, en la época en que se enseran los higos. Lo recuerdo porque había acompañado a una vecina al sitio donde prensaban los seretes. Me vas a permitir, querido lector que haga un inciso. El corrector ortográfico del procesador se rebela contra el término enseran y lo señala como error. No lo es, lo podrás encontrar en el diccionario de la Real Academia, y si vas a algunos de nuestros pueblos todavía encontrarás seretes de higos secos, primorosamente hechos con pleita de palmito.

Al volver a casa de mi vecina había mucha gente en su puerta, y cuando entramos me encontré frente a una mujer joven y guapa. Me dijeron: «¿No vas a abrazar a tu madre?». En efecto, era ella. Se entiende mi parálisis si se tiene en cuenta que habían pasado dos años desde que había emigrado a Alemania con mi padre, y dos años eran la tercera parte de mi vida. Mi madre tenía entonces treinta y dos años, vestía ropa de colores y, lo que era una verdadera transgresión, llevaba pantalones. En mis vagos recuerdos, ella vestía de negro y cubría su cabeza con un velo por la muerte de mi abuelo. Así que había vuelto de Alemania una mujer bastante más joven y guapa de la que se fue.

Aquella noche volví a dormir a su lado, en nuestra casa. Al principio costaba decir nada, pero si hay algo fácil para un niño de seis años es recuperar la confianza con su madre. Así que a la mañana siguiente le plantee de frente y por derecho el asunto: «Me da vergüenza salir a la calle contigo si llevas pantalones». Mis dos abuelas vestían de negro y solían usar pañuelo en la cabeza, y aquello de los pantalones era muy perturbador. Mi madre me dijo: «En Alemania las mujeres llevan pantalones». «Pero esto es Yunquera», le contesté.

Mi madre, igual que tantas otras, no cedió. Con sus pantalones vinieron nuestros estudios, la libertad de costumbres y todas esas cosas que conocemos como modernidad. Más de tres décadas después, mi madre paseaba con una amiga por la plaza de la Cruz de Humilladero de la capital, y se cruzaron con una inmigrante de origen magrebí vestida a la usanza de su tierra. La amiga de mi madre se volvió ostensiblemente para mirarla. Mi madre le dijo a su amiga: Así se volvía alguna gente para mirarnos a nosotras cuando llegamos a Alemania con nuestros vestidos negros y nuestros pañuelos.

Que yo sepa las alemanas siguen con sus costumbres, fueron nuestras madres las que cambiaron, y al cambiar ellas nos cambiaron a todos. Nunca he visto a ninguna mujer con burka en nuestro país, sí las he visto con pañuelo y sé lo que significa, pero me parece que si un día deciden volver al suyo es mejor que lleven el recuerdo de nuestra comprensión y de nuestra tolerancia que la memoria de nuestras prohibiciones.