Resulta, de pronto, que Sara Carbonero no distraía tanto a Iker Casillas, quien, gracias a ello, acertó a parar un penalti probablemente decisivo a Paraguay. El miedo del portero al penalti se habría sobrepuesto, en todo caso, al hechizo de los ojos líquidos de la bella periodista que deambula por la «zona mixta» en el ejercicio de su profesión, y ahora Casillas torna a ser el héroe legendario que, cual Ulises, es capaz de abstraerse, para sobrevivir, de los cantos de las sirenas. El guardameta queda, pues, ampliamente rehabilitado, pero a poco que calcule mal un par de despejes por alto, el dedo acusatorio del sector más machista y chusmero de la crítica y del público volverá a señalar a la inocente Sara, que sólo goza hoy, en realidad, de una suspensión momentánea de las hostilidades.

Diríase que al ser Iker Casillas y Sara Carbonero dos chicos jóvenes, saludables, guapos, enamorados y, siquiera en el caso del arquero, ricos, la consigna, consciente o inconsciente, era la de machacarlos. Entre los veintitrés tíos que componen la Selección española es seguro que habitan suficientes historias apasionantes de todo tipo, también de amor, para entretener los ocios de los reporteros y de los consumidores, mas ¿para qué ningún esfuerzo pesquisidor si viene servida la eterna historia de Adán y Eva, y particularmente la de ésta última en su modalidad de áspid? A Sara Carbonero le cabe, en todo caso, el peregrino honor de haber sido la única mujer del mundo acusada de perder contra Suiza, y a Iker, el de haber sido capaz de pararle un penalti a Paraguay a escasos metros de la novia.

Sólo cabe esperar, aparte de que la Selección española sea capaz de roer el hueso de la alemana, que Sara Carbonero e Iker Casillas se las arreglen en el futuro para que entre sus miradas no quepa ninguna otra. La esencia (o cuando menos el perfume) del amor es la intimidad, y sobre estas criaturas hay posados, como cuervos, millones de ojos.