Rafael Nadal y yo tenemos problemas en la rodilla izquierda. Se lo dije el otro día a mi mujer, mientras lo veíamos jugar en Wimbledon.

–A ese chico le duele la rodilla izquierda, como a mí.

–¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? –preguntó ella con expresión de extrañeza.

-Tiene que ver con que estamos hablando de rodillas. Más aún: de rodillas de mamíferos. Más todavía: de rodillas de seres humanos varones. Son muchas coincidencias, ¿no?

-Eso –respondió mi mujer- es como si yo digo que tengo las mismas jaquecas que Emilia Pardo Bazán.

-La Pardo Bazán no tenía jaquecas.

-Si las hubiera tenido.

-Pero es que no las tenía.

-Está bien, las de Virginia Woolf.

-Cuando Virginia Woolf tenía jaquecas -digo yo-, no podía escribir. En cambio, Rafa Nadal juega cuando le duele la rodilla.

Mi mujer hace un gesto como de darme la razón y continuamos viendo el partido. Me doy cuenta de que en los descansos, el muchacho se lleva la mano a la rodilla izquierda, como para darle un breve masaje. Aunque parezca mentira, y debido a una cuestión de empatía inexplicable (tengo debilidad por ese chico), yo noto la presión que él ejerce en su rodilla sobre la mía. Es como ir al fisioterapeuta sin moverse del sofá. Cuando se coloca una bolsa de hielo, yo también siento el frío.

-¿Qué tomaba Virginia Woolf para sus jaquecas? –pregunto a mi mujer.

-No tengo ni idea –dice ella-. ¿Por qué?

-Por nada.

Me voy a la cocina, envuelvo un poco de hielo en un paño y me lo coloco en la rodilla, no por mí, que ahora no me duele, sino por Nadal, que está haciendo un esfuerzo tremendo. Gracias en parte a mis cuidados, gana el torneo. Pero no presumo de ello, me lo callo, porque estas cosas no están bien vistas. Por la noche, consulto una biografía de Virginia Woolf, para estudiar la naturaleza de sus jaquecas y resulta que sí podía escribir con ellas, incluso gracias a ellas. Pero no digo nada.