Incansable, Al Gore lucha contra el cambio del clímax. Para detener esta ominosa degeneración, quiere convencer de la bondad de sus tesis a la mayoría de congéneres femeninas. El punto de inflexión llegó cuando Tipper Gore averiguó la verdad incómoda de que el ahorro energético de su marido se restringía al ámbito conyugal, mientras favorecía el derroche fogoso de calorías en uniones sin aislamiento matrimonial.

Si entre los preceptos de un planeta más ecológico figura el sexo a discreción, las doctrinas del impetuoso Gore recibirán un respaldo masivo de la población, mejor dispuesta a triplicar su frecuencia de intercambios íntimos que a multiplicar por tres el número de contenedores para la recogida selectiva de detritos. Durante sus ocho años como vicepresidente de Estados Unidos, el estrés del cargo se tradujo en una pérdida de deseo, agravada por la dieta monótona de cuarenta años de vida conyugal. Su actividad extracurricular demuestra que el matrimonio perfecto exige de tantos apoyos externos que se hace ecológicamente insostenible.

Enfrente del mamífero adecuado, el ser humano se convierte en un sátiro, pero esta evidencia parecía excluir al robótico Gore. Sin embargo, su ebullición renovable deja corto a Bill Clinton. De haberse descubierto antes su hobby, hubiera sido presidente norteamericano en 2000, por lo que su libido hubiera protegido al mundo de Bush y sus matanzas asiáticas.

El sexo pacificador –véase la Lisístrata de Aristófanes– no sólo hubiera reconciliado a capas crecientes de la población con sus gobernantes. Además, hubiera ampliado el palmarés del gurú ecológico, que consiguió los primeros Oscar y Nobel concedidos a un power point. Un documental sobre sus asaltos sexuales se hubiera convertido en un serio aspirante a los premios AVN, los oscars del cine porno.

La voracidad de la audiencia por los protagonistas de excesos sexuales ha consagrado en esta faceta a personajes tan inapropiados como Al Gore o Tiger Woods, sendos errores de reparto. La idea del ex vicepresidente aplastando a una masajista interrumpiría el ardor sexual de una generación. Un predicador del apocalipsis disfrazado de playboy es otro síntoma del agotamiento de los recursos planetarios, aunque nos consuele ver al lúbrico Gore reclamando que la naturaleza siga su curso, con tantas parejas como sea menester.