Afinales de la década de los cincuenta la influyente revista norteamericana LIFE publicó un extenso y bien ilustrado reportaje que dio la vuelta al mundo. Estaba dedicado a un hotel en un lugar casi desconocido, Marbella, en la costa meridional de un país escasas veces asociado en aquella época a los placeres del «art de vivre». Aquel atractivo hotel, que daba la impresión de no desear parecer un gran hotel y sí una agradable y cómoda casa privada, llevaba el nombre de Golf Hotel Guadalmina. Se comía y se bebía muy bien. El personal era sorprendentemente eficiente, muy amable y tenía sentido del humor. Y además el golf estaba en unas condiciones aceptables.

Las fotos de LIFE confirmaban que ese hotel era un lugar muy especial. Se levantaba junto a la playa en una hermosa finca agrícola, con un fondo de montañas increíbles, ruinas romanas que se dejaban entrever entre la vegetación y con Gibraltar y las sierras africanas en el horizonte. Era un rincón de una costa bella y salvaje, poco explorada por los viajeros y por lo tanto alejada de los circuitos consagrados a la high society internacional como la Costa Azul, la Riviera italiana, Biarritz o Deauville. Pero aquella aparente excentricidad, aquel sabio alejamiento de los caminos trillados, tenían una poderosa arma secreta: no pretendía ser un hotel superior a los demás. Pero sí totalmente diferente. Lo mismo había ocurrido con su predecesor, el Marbella Club. Otro hotel que no se molestaba en parecer ni importante ni opulento. Y que también parecía estar orgulloso de su singularidad y su espléndido aislamiento. No en vano el único aeropuerto razonablemente cerca y relativamente fiable era entonces el de Gibraltar.

En una de las fotos se veían a los relajados miembros de dinastías sacadas del Anuario del Gran Mundo, el Gotha o el Debrett´s. Hacían algo muy español. Tomaban el aperitivo –un vino de Jerez – junto a la piscina. Era obvio que para ellos la vida era perfecta y aquel lugar, que había necesitado miles de años de evolución para ser como era, podía ser considerado «the right place for the right people». El lugar adecuado para personas como ellos. En esa foto aparecía como personaje central un señor de cierta edad, el alma de aquella casa. Don Ángel Fernández de Liencres, marqués de Nájera. Por su aspecto, podría ser el descendiente de una ilustre familia, muy importante en la historia de España. O un oficial de la Legión Extranjera francesa. O el rey de la «Grande Saison» de Baden-Baden. O un prestigioso importador de purasangres para las más ilustres cuadras norteamericanas. O un golfista de solera. Pues sí. En realidad el marqués de Nájera había sido todo eso durante su larga vida. Y muchas cosas más.

Don Ángel fue algo más que un gran señor durante aquellas décadas prodigiosas, inolvidables para los que no dejábamos de ser unos espectadores tan privilegiados como fascinados. Ya antes de la Guerra Civil, él fue el alma del primer golf de la provincia: el Club de Campo de Málaga. Y en Torremolinos el marqués inventó El Remo, en Montemar. Donde lo más granado de Hollywood terminó descubriendo a España. Siempre recordaré al marqués con las mujeres más bellas y elegantes del planeta, en aquella pista de baile, escondida en esa especie de pequeña jungla que era el jardín de El Remo.

En los comienzos de la década de los sesenta el banquero Ignacio Coca decidió crear un maravilloso resort al este de Marbella: un gran hotel, además de un golf de 18 hoyos, un club de playa, otro de tenis y la hípica. Se llamaría Los Monteros. Y sólo había una persona para dar el toque mágico: el marqués de Nájera. Y don Ángel, el marqués, pudo coronar su larga vida con la crianza de Los Monteros, uno de los mejores hoteles del mundo. El resto es ya parte de una apasionante historia.