Decía Albert Camus que las mejores lecciones sobre la moral y los hombres las había aprendido del fútbol. El domingo vivimos un buen ejemplo de esa pedagogía futbolística. Vimos dos formas de entender el partido, la de una selección que quería jugar para ganar, y la de otra que quería ganar, aunque eso significara renunciar al juego. No es el único caso, ni el más exagerado, hemos visto muchos partidos así. No hay una verdad científica que nos ayude a elegir una estrategia u otra, son apuestas. Las dos pueden dar la victoria, siempre tan caprichosa, pero sólo una da emoción y belleza: la que nace de de ir a por los goles, de intentarlo una y otra vez, de arriesgar, de fallar y, a veces, recibir un contragolpe demoledor. Hay equipos que ponen ahí, en el contragolpe, su esperanza de victoria. No confían en sus aciertos, sino en los errores del contrario. No aman el juego, sino el resultado. Por supuesto son equipos que también ganan, pero de ellos se podría decir lo mismo que decía Max Weber de los modernos seres humanos que actúan racionalmente en el mundo, pero cuya racionalidad es sólo instrumental, parcial, de cortas miras: son «especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón».

Frente a ese mundo de la racionalidad burocrática e instrumental, con éxitos contables, tan necesarios como insuficientes, incapaces de saciar de verdad nuestra sed de sentido, Max Weber oponía el carisma. El carisma es esa fuerza que no se puede fabricar, pero que cuando surge es capaz de reencantar el mundo, de devolverle su magia. En el Mundial, la selección española, la Roja, ha hecho una exhibición de espíritu y de corazón, tan carismática, que todos nos sentimos tocados por la fuerza de su magia.

Es imposible no sentirse aludido por el efecto de unidad que producen el tormento compartido de los ciento veinte minutos agónicos de la final y el éxtasis del gol de Iniesta, un gol que guardaba en sus entrañas y que había soñado de una manera tan distinta a la de todos. Una unidad, como mínimo, diferente de aquella que reclama el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre el Estatut. La del domingo es una unidad viva, palpitante, que nace de un amor sin papeles, de un sentimiento que la hace más confiada, menos celosa de las diferencias, más orgullosa de su diversidad plural. No es la misma unidad, como no representan lo mismo las banderas españolas que he visto colgadas estos días en los bloques de la Cruz de Humilladero, del Paseo de los Tilos o del Nuevo San Andrés que las que durante muchos años vi en el Barrio de Salamanca de Madrid o en las manifestaciones contra las leyes sobre la interrupción del embarazo en la Plaza de Colón de la capital de España.

El domingo el fútbol también nos tenía reservada la insospechada magia del beso de Casillas a Sara Carbonero, un beso como el de Gustav Klimt, como el de Rodin, como el del marinero y la enfermera de Times Square, como el de Robert Doisneau, como los de Cinema Paradiso. En fin, ¿qué les voy a contar?