Definitivamente estoy en contra del pulpo. Admito que su chulería resulta envidiable, que jamás he conocido a nadie capaz de tener ocho brazos y permitirse el lujo de devorar un mejillón sin recurrir a la vulgaridad de utilizar las extremidades. También que sus costumbres proféticas se merecen un programa en horario de máxima audiencia en las televisiones locales, pero situarlo en la cúspide de la escala evolutiva me parece un atraso. Por más que disfrute de sus pronósticos, calurosamente peninsulares, existen otras especies más audaces que reclaman el respeto y la afiliación de mis congéneres. Por primera vez, un koala se ha reproducido en España y eso, si se atiende al termómetro, acredita un mérito incalculable y civilizado. Ningún animal, incluidos los que comen y se peinan, ha llegado tan lejos con los principios de la revolución francesa. Pocos son los que se atreven a mostrar su fraternidad a cuarenta grados, especialmente si la hermana en cuestión no cree en las ventajas de la depilación y se deja bigote.

A mí la canícula sólo me deja cumplir con dos de los tres hábitos del koala. A duras penas, como y bebo y nunca he aprendido a trepar a un árbol. De pensar, ni hablamos, al menos antes de la medianoche, aunque eso sí, con la luz no necesariamente apagada. En estos días discurrir supone un esfuerzo reservado en exclusiva para la gente rica y con buenos electrodomésticos, por eso no logro entender que en La Moncloa y en la calle Génova cavilen como moluscos hervidos en su propia salsa. Los debates de la nación cada vez se parecen más al fútbol y no sólo por el uso abrasivo de metáforas balompédicas, sino por la defensa encarnizada y descorazonadoramente infantil de los intereses de la escuadra. No faltan, ni siquiera, los insultos homófobos y nadie puede negar que la cara de Bono, cetrina y bondadosa, se asemeje a la de un árbitro. Si yo fuera el pulpo, visto lo visto en el Parlamento, pensaría esta vez en las ventajas de la vieja dieta del ayuno y la marsellesa de los marsupiales.