Es verdad que frente a las estacas parlantes de Felipe de Borbón y Sofía de Grecia la noche del triunfo español en Sudáfrica, las aspas expresivas de Letizia Ortiz resultaban chocantes. Los primeros, paralizados por una educación que lastra la naturalidad. La segunda, desbridada por la situación de euforia, se olvidó de lo aprendido en el curso acelerado de compostura real, que ha de tragarse hasta lo inhumano las emociones. Lo curioso de todo esto es que esos detalles no pasan desapercibidos por la audiencia, al menos yo también percibí cierto desajuste de gestos en unos y otra. Unos, comedidos. Otra, impaciente. Tanto que la Princesa de Asturias osó tocar el hombro de la Reina guiándola al reportero que les preguntaba. Es un gesto infrecuente que se entiende en el contexto. Y lo explica. Pero el talibán Jaime Peñafiel fue implacable con Leti.

El beso de Íker Casillas a Sara Carbonero también ha tenido sus lecturas. Para el pueblo corriente, ese que lo mismo se lía el esternón con una señera que con la roja y gualda nacional, el apretón estuvo más que justificado. Para algunos comentaristas con el morro torcido desde que se levantan hasta que se acuestan el gesto no fue más que una claudicación periodística. Y como Fernando González Urbaneja, presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, arremetió contra la periodista de Telecinco ya que «debería de no mezclar sus emociones con las historias que construye», refiriéndose a su cercanía junto a la portería de Casillas –ignorando que la posición la establece la FIFA-, una reportera de la cadena quiso saber qué le pareció el beso de los amantes. Irrelevante, eso es periodismo irrelevante, contestó. Lleva razón. Pero preciso, significativo. Mucho.