La labor del escritor suele estar bien vista, pero en el fondo es un traficante de la peor especie, pues trafica con emociones de la gente, incluidas las de él y las de los suyos. En la gigantesca «La vida entera», el israelí David Grossman va todavía un poco más allá en el tráfico de vísceras. Dice haberla escrito con su hijo en la guerra interminable, a modo de conjuro o pacto con el destino, para mantenerlo vivo mientras la escribía; pero su hijo, tanquista, murió en el Líbano antes de concluirla, y esa muerte redobló el dolor que trasuda la novela (que trata de la muerte de un hijo en esa guerra), haciéndola inmortal. ¿Dio el destino la vuelta al conjuro, como un calcetín? Todo esto hace de ella una novela negra solemne y ritual donde las haya, aunque al margen de las leyes del género. La intensidad de esa negrura, su verdad, y la grandeza del relato, redimen siempre la impudicia del tráfico.