Incluso su nombre era una maravilla: Marie Laetitia Wyse Bonaparte. Había nacido en Waterford (Inglaterra) en 1831. Era nieta de Lucien Bonaparte, el más interesante de los hermanos de Napoleón I, emperador de los franceses. La madre de nuestra princesa, como su abuela, también se llamaba Letizia Bonaparte. Se casó con un caballero irlandés, Sir Thomas Wyse, miembro del Parlamento británico.

A los diecisiete años, esa mezcla de inteligencia y belleza que emanaba de la joven Marie Laetitia hizo inevitable su boda con el príncipe Frédéric de Solms, un adinerado noble de Estrasburgo. El príncipe tomó un día el camino de América. La princesa Marie Laetitia se fue a vivir con su madre, anfitriona de uno de los salones literarios más deseados de París, frecuentado por Victor Hugo y el joven Alejandro Dumas. Dicen que su primo, Napoleón III, había ordenado la expulsión de Francia de la joven princesa, presionado por los celos de su esposa española, la emperatriz Eugenia. Parece que la fascinación que Marie Laetitia Bonaparte ejercía sobre su imperial primo le quitaba el sueño a Eugenia de Montijo. Las andanzas de aquella admirada y admirable princesa la llevaron al Reino de Cerdeña. En Italia conoció a un elegante y persuasivo estadista, Urbano Rattazzi, uno de los protagonistas del Risorgimento. Se casaron en 1863.

Todo esto lo sé gracias a los organizadores de la reciente Expo de Zaragoza. Siempre se lo agradeceré. La Sociedad Estatal de Exposiciones Internacionales me había pedido una pequeña colaboración para un volumen dedicado a la historia de las aportaciones de España a las Exposiciones Universales. Nunca pude sospechar hasta qué punto el capítulo que me habían asignado –una breve historia de la gastronomía española en las Exposiciones Universales– llegaría a ser tan interesante. Buscando documentación me llamó la atención un texto de la Revista de la Exposición Universal de París de 1889. Descubrí en él unos párrafos dedicados a las delicias que se ofrecían en el Pabellón de España, desde el jamón, «cortado en lonjas tan delgadas como el pétalo de una flor» hasta los aceites, «amarillos como el oro en fusión». Los firmaba Maria-Letizia de Rute. Cualquiera de los escritores culinarios actuales, incluso los más encumbrados, hubiera parecido insípido ante la pasión que aquellas líneas seguían transmitiéndonos, 121 años después.

No pude resistir la tentación de investigar quién había sido la autora de aquellas lineas. Así descubrí a nuestra princesa. Había sido ésta una excelente novelista: Si j´étais reine (1868) o Les marriages de la créole (1866). Además de una notable historiadora y poeta. Pero su obra de arte más deslumbrante era su propia vida, trabajada desde la fortaleza de su espíritu. ¿Y ese nombre español? También pude saberlo. Después del fallecimiento del estadista Urbano Rattazzi, la princesa, su viuda, contrajo matrimonio con un noble malagueño, el conde de Rute. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, destacó don Luis de Rute como político así como escritor y políglota. Y colaboró con brillantez como redactor en la revista de su esposa, Les Matinées Espagnoles, una excelente publicación parisina dedicada a la misteriosa y siempre apasionante España.

Cuando en aquella primavera de 1889 doña Maria Letizia Bonaparte, condesa de Rute y de Rattazzi, princesa de Solms, llegó al Pabellón de España, un hermoso edificio en estilo mudéjar levantado junto al Sena, ella sólo tenía ojos para aquellos tesoros de España. Tan sólo tuvo una premonición extraña, cuando se detuvo ante «los productos expuestos por Sevilla, entre los cuales figuran enormes barras de regaliz negras como el azabache: es curioso que la provincia más alegre del mundo, esa Sevilla inundada de sol, deliciosa por sus serenatas y perfumadas por sus flores, se haya complacido en dar esa nota sombría». La princesa se había cruzado con el lado oscuro de la luna.