Cuando sobre la ciudad sopla el terral el calor va por las calles dando trompadas como un animal herido. El terral es un viento airado que acobarda a los pajarillos y asola las avenidas. Tiene la costumbre de alojarse entre nosotros por días impares y luego se va de repente, como si huyera, dejando tras de sí un olor a violetas ardiendo.

El terral tiene el aliento cálido de los volcanes. Con vocación de ventisca del desierto y reminiscencias saharianas aunque venga desde el interior, desde el Valle del Guadalhorce (donde a veces se entretiene asfixiando a las gallinas), sopla sobre nosotros como lo haría el más árido de los sirocos, haciéndonos renegar de nuestra suerte en todos los idiomas conocidos.

El terral revienta los termómetros y nos obliga a encerrarnos en los búnkeres que tengamos más a mano. Ante el terral sólo sirve cerrar las ventanas o bajar a los sótanos, donde no alcanza su respiración de ángel caído. Las calles se quedan vacías cuando el terral se adueña de ellas recorriéndolas como un ejército invasor en busca de un botín.

El terral es un poniente arrepentido, un poniente que se ha pasado al lado oscuro, un poniente que ha rolado al noroeste para entrar por entre los valles y los campos, arrastrando todo el calor que refracta la tierra y metiéndolo de golpe y a traición en la pequeña hoya de Málaga.

Al terral le gusta secar el tiempo, dejarlo inservible, inútil, amarillento como el periódico de ayer. Si la lluvia, sin duda, es una cosa que sucede en el pasado, según nos enseñó el inmenso Borges, el terral es, también sin duda, un viento que produce pasado, que lo avejenta todo con sus largas y ardientes vaharadas, que torna antiguo todo lo que toca porque el terral parece venir de otro tiempo, de otra era, de otro infierno.

En estos días hemos tenido en Málaga el primer terral del año, y como siempre lo hemos sentido único, extraordinario. Siempre que sopla terral hace más calor que nunca antes en la historia. Tiene el terral la facultad de batir constantemente su propio récord, al menos así es en la sensación de los malagueños, que lo viven, pese a lo frecuente, como algo inusitado, asombroso, excepcional.

Pero no es así. Llevo años contando terrales, anotando mentalmente sus cadencias, sus permanencias, la furia con la que nos asalta de repente, tras unos días de templando y verde levante, ese viento macho y marinero que se echa tranquilo sobre la ciudad con una luz acuosa, leve de bruma y algo salobre, aquietando las olas en la playa y mojando los sueños; ese viento que a veces, cuando se desboca, muerde la orilla y la arrastra hasta el fondo, pero que cuando viene callado tiñe las calles de una claridad vaporosa y deja un arrebatado aroma de sal y espuma que luego el terral, celoso y posesivo, seca de un golpe caliente y criminal.