Uno agachaba mucho la cabeza, con la sensación de derrota que transmite eso, y el otro alzaba demasiado el mentón, un gesto que deja demasiada expuesta la garganta al cuchillo del contrincante. Uno rompía las notas que había tomado en pedazos diminutos que dejaba sobre su escaño y otro las planchaba con un leve gesto del antebrazo y se las guardaba en el bolsillo interior de la americana. Uno juntaba los dedos de ambas manos dibujando una nave espacial, en la que quizás le hubiera gustado fugarse, y el otro, tenaz y visionario, pegaba hachazos como si hubiera árboles invisibles que sólo viera él. Uno vestía de oscuro con camisa blanca y el otro vestía de oscuro con camisa blanca, y aun así parecían de tribus irreconciliables (si no fuera por las corbatas, que tenían diferentes pinturas de guerra). Uno prometía vaguedades y el otro se hacía el vago a la hora de prometer, o concretar, algo. Uno hablaba como si le fuera la vida en ello y el otro hablaba como si le fuera la vida del primero en ello. Uno mencionaba a España y el otro mencionaba a España, pero jamás, ni siquiera en los momentos más retóricos y generales, esos en los que España no es más que un punto plano en un mapa y no varios miles de historia, daban la impresión de que se estuvieran refiriendo al mismo país. Uno daba cifras como quien pide perdón, pero nadie, ni él mismo, le perdonaba y el otro daba cifras como quien pide sangre, consiguiendo con eso alborotar a los tiburones de las procelosas aguas de las finanzas internacionales. Uno se estaba jugando su futuro, el ser o no ser presidente del Gobierno de España, y el otro se estaba jugando su pasado, es decir, la manera en que sería calificado por los manuales de historia de dentro de unos pocos decenios. Uno había recibido a los campeones del mundo de fútbol, con la falsa euforia y el cierto incremento del PIB que da eso, y el otro se hubiera contentado con recibir a los campeones regionales de petanca, algo quizás más digno en medio de tanta desmesura y estulticia y vanidad y mercantilismo. Uno hizo todo lo posible por ignorarme (mis necesidades, mis valores, mis espectativas, mis gustos) y el otro me ignoró sin necesidad de esforzarse. A uno se le veía con ganas de regresar a su palacio para releer a María Zambrano y al otro se le veía con ganas de regresar a su hotel para releer el diario ´As´ que ya tendría manoseado de la mañana. Uno tiene problemas con las cejas, que se le desmandan cuando aterrizan marcianos dentro de su jurisdicción política, y el otro tiene problemas con la barba, que se le despobla por mechones cada vez que le anuncian un nuevo caso de corrupción dentro de su partido. Uno resiste porque así se lo demanda su cargo y el otro resiste porque así se lo demanda su ambición. Uno nunca tendrá tristezas económicas personales porque su pensión no se pondrá jamás en cuestión y el otro no tendrá tristezas económicas personales porque sus ingresos laborales y su pensión están garantizados de por vida. Uno parloteó durante horas sin decir nada nuevo y el otro parloteó durante horas para no tener que decir nada nuevo.

Uno, en efecto, me ignoró con una saña y una desmemoria que le desconocía y el otro me ignoró con una indecencia y una frialdad que me temía. Hasta que apagué el televisor.