Mientras en Madrid y en otras partes de España se intenta eludir o incluso dar por superada la tensión desatada en Cataluña por la sentencia del Estatut, en Barcelona las cosas se ven de manera muy distinta, hasta dar paso al manejo de hipótesis políticas que, en el fondo, nadie desea tener que gestionar. Por si algo faltase, el clima preelectoral aviva la controversia. En realidad no sólo en Cataluña inquieta este asunto. Como observa el IGEA, un instituto de estudios de Galicia, la sentencia impide la evolución constitucional de España de cara a una estructuración plurinacional en red, mediante técnicas federativas y confederativas, e incluso dificulta la mera adaptación jurídico-politica hacia un federalismo real, simétrico o asimétrico, mientras que, por el contrario, destaca la unidad del Estado frente a su pluralidad, cuando los dos son elementos indisociables en el sistema constitucional de 1978.

En el caso catalán, el Estatut sigue tan presente en su vida política que el presidente Montilla ha logrado que prosperase, tras la sentencia, una resolución en el Parlamento en la que se proclama que Cataluña es una nación, en una clara señal de que no todo se ha acabado, ni mucho menos. El debate sigue abierto, en el sentido de que se discute si la mejor respuesta de Cataluña al Tribunal Constitucional es recomponer el pacto estatutario, romper con España o jugar a dos barajas. Nada de eso estará claro hasta que pasen las elecciones de otoño pero lo que sí es cierto es que ni siquiera la grave crisis económica aplaca esta crisis política e institucional que desde Madrid y el resto de España a menudo se pretende negar o ningunear.

En Cataluña no solo están a disgusto con España los independentistas y nacionalistas, que ya lo estaban, sino que ahora se suman los federalistas, algo que desde fuera cuesta ver pero que es tan real como la vida misma.