No exagero al decir que uno de los sucesos mas asombrosos del año se acaba de producir en Argentina, al aprobar el Congreso el matrimonio entre personas del mismo sexo.

En el caso español, donde los homosexuales ya podían llevar un rótulo de neón recargable en la frente, o una enorme pamela fucsia estilo infanta Elena proclamando su condición, sin mayores consecuencias, la aprobación de la ley, hace cinco años, normalizó por la vía parlamentaria lo que ya era normal en la calle. En Argentina, en cambio, esta norma supera y desborda, con mucho, su propio contenido, y se convertirá en un gran acontecimiento político en favor de la libertad. Ahí es nada, en un contexto tan machista y tan hipócrita con el asunto homosexual como es Latinoamérica, permitir legalmente el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Nunca entendí la inquina de la derecha en contra de las bodas homosexuales (y homosexualas, tratándose de mujeres, no se me vayan a enfadar las de la cuota). Total, qué hay más conservador que un matrimonio. Qué puede haber más tradicionalista, y hasta carca, que dos personas, sean del sexo que fuere, prometiéndose fidelidad y amor eterno ante un funcionario o un cura. La derecha debería valorar que cada boda, aunque sea entre dos caballeros, salva dos almas, dos cuerpos que abandonan los circuitos pecaminosos de la promiscuidad y del cancaceo. La Iglesia Católica debe ser la única empresa del mundo que pudiendo tener más afiliados bajo control, aunque sea sacramental, los rechaza. Pero el caso español nada tiene que ver con el dramatismo de muchas vidas homosexuales en América Latina, con mayor o menor crueldad según los países. Ni siquiera es lo mismo ser homosexual en Buenos Aires que en Tucumán, Entre Ríos o la Tierra del Fuego. En La Pampa, la jueza Marta Covella ha anunciado ya que no casará a parejas homo «porque es contrario a la ley de Dios». Conozco algunos casos dramáticos de marginación y de ostracismo familiar, entre mis amigos argentinos, por el hecho de haber sido descubierta la tendencia sexual de esas personas.

Tengo debilidad por ese país interminable, dónde todo sucede del revés, que para algo está en las antípodas: su economía se recupera mientras la nuestra agoniza, y sufren estos días la ola de frío polar más salvaje de los últimos lustros. Hago un paréntesis: les recomiendo para este verano a un gran escritor de allí, Tomás Eloy Martínez, que falleció en enero de este mismo año. Singularmente, para entender la historia reciente de Argentina, ´Santa Evita´ y «La novela de Perón». Dos títulos que en España pasaron más bien inadvertidos, a pesar de ser Madrid lugar de exilio del general, y del cadáver embalsamado de Evita. El vivo y la muerta convivieron en un chalet de Puerta de Hierro, donde Isabelita y López Rega hacían espiritismo con la difunta. La ley del matrimonio homosexual ha sido impulsada por la versión actualizada del peronismo, con sus infinitas variantes, que tenia en sus orígenes puntos en común con la Falange, como la nacionalización de la banca.

Queda raro, visto desde nuestra cultura política, tan propensa al maniqueísmo ideológico de manual, que un partido así haya puesto a esa nación en cabeza de la defensa de los derechos homosexuales en América Latina. Pero Argentina es así, contradictoria y distinta. Eva Perón tuvo amigos que entendían más que ella sobre joyas y sombreros, y propició además el regreso del gran Miguel de Molina, todo pluma y todo genio, a Buenos Aires. A un españolito poco familiarizado con los tejemanejes de la política argentina, le sorprenderá leer que la presidenta peronista Cristina Fernández de Kirchner, nada izquierdosa como todo el orbe civilizado sabe, ha arremetido duramente contra la iglesia católica por su oposición combativa a esta ley. Qué singulares son estos argentinos, y qué sorpresivos a veces.

Por contra, estoy con Álvaro Pombo, autor de «Contra natura», esa biblia de la homosexualidad, cuando dice que en España ha llegado la hora de volver al armario, en contra de patochadas como las del orgullo gay y demás montajes banalizadores. A los cinco años de vigencia de la ley española, muchos homosexuales se han casado ya y llevan una vida perfectamente heterosexual: cambian pañales, pagan hipotecas, engañan convenientemente a su pareja y han copado, como presentadores o contertulios, el prime time de las cadenas privadas. En España, pues, es hora de volver a entrar en el armario, como dice Pombo, para singularizar nuevamente la condición homosexual, que tantas cumbres estéticas ha producido a lo largo de la historia. En Argentina en cambio, y no digamos ya en el resto de América Latina, aún les queda tiempo por delante para poder aplicar la acertada metáfora del maestro santanderino. Aplaudo a la señora presidenta por defender esta ley, me da igual que putee a Telefónica o a Repsol, y me apunto en la agenda que tengo que volver a la Argentina este otoño, que allí será su primera primavera, perdón por la aliteración, totalmente fuera del armario.